LA GUERRA Y LA PAZ
Novela histórica del escritor ruso León Tolstoi, cuyo argumento se inicia en el año 1805.
Las noticias que llegan de Francia causan profunda emoción. Todo el mundo está hondamente preocupado. Napoleón Bonaparte se ha hecho proclamar emperador de los franceses, y entre los miembros de su familia reparte reinos y principados como si se tratase de feudos hereditarios.
Meses antes, como medida de represalia contra una conjuración tramada por los nobles y los realistas franceses emigrados, Napoleón había ordenado la invasión de un territorio extranjero para detener al joven duque de Enghien, hijo del príncipe Enrique de Borbón, al que hace fusilar, sin proceso.
Ahora ya no es sólo la Francia revolucionaria, sino el mismo Napoleón quien inspira horror a las cortes europeas.
La opinión de la Santa Rusia ortodoxa está soliviantada, y en los salones aristocráticos se comentan con indignación los espantosos acontecimientos que se están desarrollando en Francia.
Estamos en vísperas de la jornada que desembocará en la batalla de Austerlitz.
Una tarde del 1805, en el salón de Ana Pavlovna Scherer, dama de honor de la zarina, están reunidos algunos de los más importantes personajes de la nobleza de San Petersburgo, entre ellos el príncipe Basilio Kuraguín, hombre astuto, melifluo y hábil diplomático, que anda tras una mujer rica para uno de sus hijos, el depravado Anatolio, y un marido acaudalado para su hermosísima hija Elena.
Otro prócer que por su preeminencia atrae la atención de los reunidos, es el príncipe Andrés Bolkonski, oficial de órdenes del generalísimo Kutusov y uno de los jóvenes más brillantes e inteligentes de la capital.
La conversación transcurre animadamente, cuando llega un nuevo invitado que, de golpe, crea una nota discordante en aquel ambiente mundano y reaccionario.
El recién llegado es un jovenzuelo de gruesos lentes, alto y recio, de atuendo excéntrico y un aire poco propicio al agrado de los reunidos. Se llama Pedro, y es hijo natural del viejo conde Besukov, personaje famoso en tiempo de Catalina. Acaba de regresar del extranjero, adonde su padre le había enviado a instruirse, y vino a la capital con la esperanza de abrirse camino en la vida; pero él, en vez de preocuparse de lo que convenía a su porvenir, se había entregado a una vida disoluta bajo la guía de Anatolio, el corrompido hijo del príncipe Kuraguín.
Es ésta la primera vez que Pedro se asoma a un salón aristocrático, y, desde su aparición, no hace más que cometer ligerezas. En una reunión en la que se moteja al gran corso llamándole “el nuevo Atila, el Anticristo, el asesino”, se permite sostener que Napoleón es un genio, que la muerte del duque de Enghien fue necesidad política y que Rusia vive muy atrasada en punto a las corrientes ideológicas imperantes. Las opiniones de este jovenzuelo imprudente ponen en grave aprieto a la dueña de la casa y a todos los presentes. El único que se muestra inclinado a compartir los juicios de Pedro, es el joven príncipe Andrés.
Terminada la reunión, Pedro se va a cenar con el príncipe Andrés, quien le anuncia que la guerra estallará ciertamente y que él está decidido a incorporarse al Estado Mayor de Kutusov, que mandará el ejército ruso en la campaña que se avecina. Su esposa, la bella princesa Lisa, residirá con su hija, la princesita Maria, en Lissia-Gori, una finca cercana a Moscú, donde vive el padre de Andrés, el viejo príncipe Nicolás.
El viejo conde Besukov se halla hace días entre la vida y la muerte; junto a la cabecera de su cama se han reunido precipitadamente los parientes, y, antes que nadie, el príncipe Basilio, uno de los presuntos herederos por parte de su esposa. El conde Besukov es uno de los próceres más acaudalados de toda Rusia, y no tiene hijos legítimos. Se asegura que ha escrito una carta en la que solicita del Zar la legitimación de Pedro, que convertiría a éste en heredero de su inmensa fortuna; y como la famosa carta existe, se confabulan los parientes para hacerla desaparecer, tratando de evitar que cuando expire el viejo conde Besukov, Pedro sea el único heredero de sus cuantiosos tesoros.
Fracasada la maniobra, el príncipe Basilio maquina el medio de sacarle el mayor partido posible al nuevo conde Besukov. Se lo lleva a su casa y le convence para que se case con su hija Elena, que goza fama de ser la joven más bella de Rusia.
Entre las familias cuyo trato frecuenta Pedro, figura la de los Rostov. El conde Elías tiene un corazón de oro; su casa está abierta a todo el mundo y la mesa puesta para cuantos quieran comer con él. Gasta sin tino, con absoluta despreocupación del estado de su hacienda, que va de mal en peor.
Tan generosa y afectiva como él es la condesa Natalia, su mujer.
El hijo mayor, Nicolás, es un gallardo mozo de veinte años. Oficial de la Guardia, arde en deseos de batirse por la Santa Rusia y por el zar. Siente tierna pasión por una prima suya, Sonia, pobre y hermosa, a la que los Rostov han acogido en su casa. Nicolás le ha prometido cuando vuelva de la guerra se casará con ella.
La hija mayor, Vera, es una joven sesuda e inteligente. Tiene relaciones con un amigo de Nicolás, también oficial de caballería. El menor de los hermanos, Petia, es casi un niño. Pero la más interesante de todos, las más traviesa, las más adorable, es Natacha, una muchachita de catorce años a la que apodan el Cosaco familiarmente; todos la quieren por la viveza de carácter y sus muestras de ingenio.
Pero todos estos aristócratas no tardarán en sumirse en hondas preocupaciones, porque la guerra contra Napoleón ha comenzado. Nicolás y el príncipe Andrés parten para el frente.
La única preocupación del príncipe Andrés se reduce a no dejar sola a Moscú a su esposa la princesa Lisa, próxima a dar a luz. El príncipe toma la determinación de llevarla a sus vastas posesiones de Lissia-Gori, donde reside su padre, el irascible príncipe Nicolás Bolkonski.
El viejo príncipe vive con la princesita María, sobrina y ahijada suya, muchacha angelical, aunque algo tosca. Con todo, es hombre de tierno corazón y adora a su sobrina; pero dominado por su mentalidad de antiguo guerrero, la atormenta, obligándola al estudio constante de las matemáticas, sometiéndola a cálculos algebraicos y haciéndola víctima de sus furiosos accesos de ira por cualquier nonada.
Cuando llega el hijo para anunciarle su propósito de marchar a la guerra, no pude menos que aprobar su resolución. A su modo de ver, Bonaparte no pasa de ser un aventurero afortunado al que el ejército de la Santa Rusia derrotaría en un santiamén si tuviera al frente un buen general, como lo fue su viejo amigo Suvarov.
- Ve, y cumple con tu deber - le dice el padre-, Recuerda que eres hijo de Nicolás Bolkonski.
Le entrega una carta de presentación para el generalísimo Kutusov, le abraza, y, para que no advierta el hijo su emoción, lo echa bruscamente de su estudio, y se encierra en él.
El príncipe Andrés es un idealista de espíritu romántico. Le angustia la monótona vida burguesa que discurre entre conversaciones de salón y cotorreos, y admira a Napoleón porque su genio militar ha logrado conmover hasta los cimientos de la vieja Europa feudal.
También siente anhelos de gloria, y parte a la guerra dominado por la idea de hacer algo grande que le distinga entre todos; concebir, por ejemplo, un nuevo plan de ataque que equivalga para él lo que el sitio de Tolón fue para Bonaparte.
Pero en el Cuartel General de Kutusov no encuentra más que oficiales alemanes llenos de presunción, que trazan planes complicados y ridículos, y al viejo general en jefe, que, escéptico y fatalista, no le presta atención. Sin embargo, en medio de tantos estrategas de gabinete, Kutusov es el único que tiene ideas claras.
Sabe que Napoleón es una especie de Aníbal con el que nadie puede enfrentarse en campo abierto, porque los recursos de su ingenio militar son inagotables, y todo su afán estriba en hacer comprender que lo único que procede es adoptar contra él la táctica de Fabio, consiste en rehuir los combates y ganar tiempo; pero nadie le hace caso.
Un jactancioso general alemán ha preparado un plan en el que se pasa revista a las veintisiete hipótesis que, según él, prevén todos los posibles movimientos de Napoleón. El príncipe Andrés, tras haber llevado a cabo una misión en Viena, donde presencia el desorden provocado por la caída de Ulm, se encuentra ahora en el Gran Cuartel general ruso, que prepara, con la intervención personal del zar y del emperador de Austria, los planes de campaña que han de presidir la terrible batalla de Austerlitz.
Los dos ejércitos se hallan frente a frente a uno y a otro lado de una vasta extensión de estanques helados. Durante la noche, en la colina donde acampa el ejército francés, humean las hogueras de los vivaques y se oyen los gritos de los soldados que aclaman al emperador.
El príncipe Adres tiembla de ansiedad. La aurora del siguiente día iluminará la gloria que conquistará en la batalla. Se batirá como un gran héroe. Junto a él se halla otro oficial con vivos deseos de batirse: Nicolás Rostov. Había visto aquella mañana al emperador Alejandro I, y con el ardoroso entusiasmo de su alma juvenil, quería ofrendarle la vida.
Apuesta el alba terrible.
Desde lo alto de una colina, rodeado de su Estado Mayor, Napoleón observa los torpes movimientos de los ejércitos aliados. Con su genio infalible ha adivinado el plan de los sapientísimos oficiales alemanes, y apenas se rasga la niebla matinal, se quita un guante y da la orden de ataque. Los franceses llevan a cabo una maniobra habilísima contra el flanco del ejército austrorruso, que es rechazado hacia la región pantanosa. La artillería francesa dispara contra el hielo de los estanques, que se deshace, y los regimientos aliados son engullidos uno tras otro.
El desastre es inmenso.
El regimiento de Nicolás Rostov es destruido, y él se salva a duras penas. Cuando el príncipe Andrés advierte que todo se ha perdido, empuña una bandera y se lanza a la lucha. A los pies de su caballo revienta una granada, el animal cae destripado y el jinete rueda por el suelo gravemente herido.
Cuando el herido se recobra, ve que en el campo de batalla es casi de noche.
Las derrotadas tropas austrorrusas se retiran desordenadamente: en la desolada llanura de Austerlitz, yacen muertos o heridos cuarenta mil hombres.
Andrés abre los ojos. Tendido de espaldas, no pude moverse; pero tiene despejada la mente. Fija su estática mirada en un espectáculo, nuevo para él, que le oprime el corazón. En el cielo profundo flotan unos blancos cirros. ¡Qué cosa tan inmensa, qué placidez transpira el infinito cielo azul, y qué insignificante es la vida ante tanta grandeza! ¿Cómo era posible que hasta entonces no hubiese posado su vista en el cielo, lugar donde mora Dios? Comparado con él, todo es mezquino y despreciable en la tierra, hasta Napoleón. Y he aquí que Napoleón se aproxima, seguido de su Estado Mayor. Tras la victoria, recorre el campo de batalla. Ante el príncipe Andrés detiene el caballo, y al reconocer por el uniforme del caído que es un oficial del Estado Mayor enemigo, y ver junto a él una bandera, exclama:
-¡Qué honrosa muerte!
Y tras ordenar que sea recogido y curado el oficial, sigue adelante.
Mientras tanto, en Lissia-Gori se desarrollan otros acontecimientos interesantes. Como sabemos, el príncipe Basilio buscaba una mujer rica para su hijo Anatolio, y Ana Scherer, después de aquella velada que se había celebrado en sus salones, le habló a la princesa Lisa sobre la conveniencia de un matrimonio entre la princesa María Bolkonski y el joven Kuraguin. Sabia la princesa Lisa que su cuñada no era feliz con aquel padre despótico y procuró facilitar un encuentro entre los dos jóvenes. Y, en efecto, después de haber partido el príncipe Andrés a incorporarse, había llegado a Lissia-Gori el príncipe Basilio y solicitando del viejo Bolkonski permiso para visitarle en unión de su hijo, con el fin de pedir oficialmente la mano de María para Anatolio.
“El rey de Prusia” advierte al punto que aquel aventurero de Anatolio no acude a él por amor a María, sino atraído por la considerable dote de la joven, y acoge a los visitantes con un humor de perros. Por su parte, la princesa Lisa se afana durante toda la mañana para elegantizar a su cuñadita; la chica es ruda, y con el vestido nuevo y el peinado especial que le han hecho para tal día aún resulta más ordinaria.
Anatolio Kuraguín era un guapo mozo y la princesa María pensó con agrado en la posibilidad de desposarse con él. Pero, ¿sería bueno? ¿La querrá verdaderamente? Pronto estaría en condiciones de saberlo por sí misma. Aquel mismo día hizo una observación de la mayor importancia: Kuraguín, sin preocuparse de su prometida, se dedica a cortejar a la hermosa señorita Bourienne, joven francesa que desempeña en la casa el papel de señorita de compañía. Así es que ya no dudó de la vileza de aquel tipo. Con este convencimiento, al ser preguntada por su padre, se niega a acceder a la petición del príncipe Basilio, y dice en presencia de su prometido:
-No, no quiero casarme; deseo continuar viviendo a tu lado.
En esto llega al castillo la noticia de la derrota de Austerlitz, y, casi simultáneamente, la de la muerte del príncipe Andrés, que no figura en la relación de los heridos ni de los que lograron huir. Así es que todos lo dan por muerto.
La noticia no le es comunicada a la pobre princesa Lisa en atención a su delicada salud. Pocos días más tarde, se ve obligada a guardar cama. Todos rodean con ansia el lecho de la enferma cuando avisan los criados que se ha detenido una carrosa a la puerta. La princesa María cree que debe ser algún extranjero que ignora el ruso, y echándose un mantón sobre los hombros, sale a ver quién es el que llega. Un hombre envuelto en un abrigo de nieve, avanza hacia la joven. La princesita lo reconoce es seguida: es el príncipe Andrés, pálido, demacrado, con la mirada apagada. Y se abrazan afectuosamente.
María le ha esperado sin creer un momento en su supuesta muerte. Andrés llega a tiempo para asistir a la agonía de su esposa. Aquella misma noche, la princesa Lisa da a luz un niño y exhala su último suspiro en brazos del resucitado de Austerlitz.
Al mismo tiempo se han registrado tristes acontecimientos en casa de Pedro Besukov. Su matrimonio con Elena Kuraguín ha sido una desdicha. Desde el primer momento Elena da pruebas de su carácter irreflexivo y atolondrado. No cabe acuerdo entre ella y el honesto y solícito Pedro. En seguida surgen graves disgustos entre los conyugues. Pedro, por una ligereza de su mujer, tiene que batirse con un oficial. Besukov hiere a su adversario, y extinguido el interés que pudo haberle inspirado su esposa, la abandona a su suerte y se reconcentra en sí mismo. Quiere renovarse espiritualmente, dar un contenido moral a su vida y lanzarse resueltamente por el camino del bien. Durante un viaje, conoce en el tren a un individuo que se erige en su director espiritual y que le aconseja afiliarse a una sociedad secreta que tiene por finalidad la renovación del mundo bajo la enseña de la libertad del pensamiento y de la fraternidad de todos los hombres. También se entrevista con el príncipe Andrés, por el que siente, además de respeto, un afecto profundo; y le encuentra muy desanimado y lleno de preocupaciones respecto al porvenir. Desde el desastre de Austerlitz, ha cambiado de un modo sorprendente: es ahora un escéptico que ha adoptado una amarga filosofía y hace gala de un egoísmo que no concuerda con sus generosos sentimientos. La muerte de su mujer le ha afligido hondamente: se siente solo y la vida carece de sentido para él. Su única ocupación consiste en asistir a su padre, a quien el zar ha designado para ocupar un alto mando militar en el distrito.
Pasados seis años de la jornada de Austerlitz, el príncipe Andrés tiene que ir un día a la residencia de los condes de Rostov por un motivo relacionado con los deberes militares de su padre. Natacha es ya una joven encantadora que causa admiración a cuantos la tratan. Y Natacha y Andrés se encuentran. La joven he oído hablar del príncipe como de un alto personaje. Toda la nobleza de Moscú había comentado, enternecida, la historia del joven príncipe Bolkonski, coronel y ayudante de órdenes del generalísimo Kutusov. Habiendo caído enarbolando una bandera en Austerlitz, como un verdadero héroe, se le había sido recogido en el campo de batalla por orden de Napoleón y curado por el propio médico del emperador. Y él, en un impulso romántico, sin estar restablecido de sus heridas, había retornado a su hogar con el tiempo preciso para recoger el último suspiro de su esposa.
Los Rostov acogieron con gran respeto y con su habitual afabilidad al príncipe Andrés, el cual halló en Natacha una joven sumamente interesante.
Aquella noche no pudo dormir Andrés. Dejando el lecho se asomó al balcón para contemplar el plenilunio. En la ventana del piso superior que daba sobre su estancia, conversaban dos mujeres. La noche era divinamente hermosa: argéntea claridad inundaba la campiña: todo era paz y silencio, sólo interrumpido por la dulce voz de una de las jóvenes que se hallaban en la ventana de arriba y que expresaba con ingenuo entusiasmo sus íntimos sentimientos ante el espectáculo que ofrecía la naturaleza. Decía que hubiera querido tener alas para volar en aquella maravillosa noche de luna. La joven era Natacha.
El príncipe Andrés se siente fascinado por la gracia exuberante de la muchacha. Y la pide en matrimonio. Natacha se queda aturdida al oírlo; pero la petición la hace feliz. Se resiste a creer en su inaudita fortuna. La familia está entusiasmada. El príncipe Andrés no es sólo el más célebre de todos los oficiales jóvenes del Ejercito, sino también muy rico y especialmente considerado por todos los cortesanos por su arrogancia y heroísmo.
Pero el viejo Bolkonski acoge la noticia con frialdad. Adora a su hija, hasta el punto de ser el único con quien se muestra sociable. Este matrimonio improvisado de un viudo de treinta y cinco años con una muchacha que aún no ha cumplido los veinte, sin dote y de una familia desordenada por la prodigalidad de los padres, no le hace gracia. Y cuando Natacha va a Lissia-Gori para conocer a María y a su futuro suegro, el viejo príncipe no disimula el deseo de poner rápido fin a la entrevista.
Lo sucedido exaspera a Natacha. Tras semejante humillación, está convencida de que en casa de su esposo su presencia no merecía más que una simple tolerancia. En tal estado de ánimo, una noche asiste a un baile en el que conoce al joven Anatolio, hijo del príncipe Kuragruin, que ostenta su brillante uniforme. También conoce a su hermana Elena, y en su compañía se siente como embriagada. Anatolio y Elena la tratan con una simpatía que contrasta con la frialdad que ha encontrado en casa de Andrés, donde sólo había recibido humillaciones que la habían desilusionado. A impulsos de estos sentimientos, no obstante ser una chica juiciosa, se deja dominar por los halagos de Anatolio y acepta el plan que éste le propone: sus padres no consentirán que se case con otro hombre, una vez prometida al príncipe Andrés. Lo mejor es que huyan juntos, aquella misma noche, y se casen ante el cura de un pueblo próximo.
Se separan con este propósito. Pero alguien vigila a Natacha: María Dimitrievna, amiga de la familia. Y cuando Anatolio, acompañado de unos amigos, llega en una troica a escasa distancia de la morada de los Rostov, advierte que su plan ha sido descubierto. Natacha está encerrada en su cuarto, sin poder salir, y la servidumbre vigila todas las puertas.
El golpe es terrible para el príncipe Adres. Experimenta la más dolorosa desilusión de su vida. Busca a Anatolio para matarle en un duelo; pero los acontecimientos se precipitan: Napoleón le declara nuevamente la guerra a Rusia, y al frente de un ejército de seiscientos mil hombres ha hollado los confines de la patria. El príncipe Andrés se despide de su anciano padre, de la princesa María y de su hijito Nicolenka, y parte a la guerra.
Finaliza el mes de junio de 1812. Andrés llega al Cuartel General del Ejército. El entusiasmo es enorme. Los soldados lucharán hasta morir, en defensa de la Santa Rusia y para rechazar al invasor. También están en campaña Nicolás Rostov, que ostenta el grado de capitán, y su hermano menor, Petia, aún imberbe, que se ha inscrito como cadete.
El emperador Alejandro se encuentra entre sus generales. El avance de Napoleón es incontenible. Los rusos se retiran incendiando pueblos y ciudades y dejando ante el invasor un desierto desolado. El generalísimo Kutusov sigue rodeando de generales alemanes, petulantes y presuntuosos, que trazan sobre los mapas planes infalibles para pulverizar a Napoleón; pero esta vez no prevalece su opinión, y Kutusov persiste en la retirada general.
El viejo Bolkonski está consternado. Ha tenido que abandonar su residencia de Lissia-Gori y refugiarse en Moscú con la princesa María y su nietecito. Su corazón se ha debilitado. No coordina las ideas y lee en las cartas de Andrés cosas que sólo existen en su imaginación. Está convencido de que Napoleón no pasará del Niemen, cuando ya está en las puertas de Moscú.
Un buen día decide regresar a Lissia-Gori, resuelto a instalarse en su casa para esperar a los franceses.
-Me defenderé mientras pueda y me haré matar entre los muros de mi casa- declara el viejo.
Se pone su uniforme de general, con todas las condecoraciones, y se va a comunicarle su decisión al comandante militar del distrito; pero a los pocos pasos le sobreviene un ataque apoplético, y conducido a su casa muere tras larga agonía.
Mientras tanto, el ejército ruso que defiende Moscú se dispone a hacerle frente al ejército invasor. Se lucha encarnizadamente por parte de uno y otro bando; truena la artillería, las posiciones son desesperadamente defendidas; pero acaba triunfando el genio de Napoleón. Los rusos inician la retirada. Antes de empezar, el príncipe Andrés cae mal herido en el vientre, y es recogido en estado agónico. En el momento en que lo transportan en brazos, reconoce a otro oficial, retirado del campo de batalla por tener una pierna destrozada por una bala de cañón: es Anatolio Kuraguín, que expía sus culpas muriendo por la patria.
El ejército ruso se retira de las posiciones y abandona Moscú, que ocupan los franceses. Pero de los cuatro ángulos de la ciudad surgen llamaradas que amenazan devorarlo todo: en pocas horas queda Moscú envuelta en llamas y los invasores sólo contemplan un montón de ruinas.
El pánico se apodera de la retaguardia. La nobleza ha huido hacia el Norte antes de la entrada de los franceses. Una de las familias nobles fugitivas es la de Rostov.
En su retirada, los soldados rusos requisan el forraje para sus caballos. Nicolás Rostov llega a la casa de campo de los Bolkonski, en Bogucharovo, en busca de heno para los caballos de su regimiento. Ignora que esta finca pertenece al príncipe Andrés, prometido de su hermana. Frente a la casa, unos campesinos hablan animadamente, lo que le hace suponer que allí ocurre algo anormal. Pregunta por la dueña de la casa, y un campesino le conduce a donde está como trastornada por el terror. Había dado orden de preparar el carruaje para huir antes de que llegaran los franceses; pero los criados se resisten a hacerlo.
Cuando ve a Nicolás Rostov, con uniforme de oficial, se adelanta hacia él y con sus luminosos ojos arrasados en lágrimas le suplica que la proteja y que facilite su marcha del pueblo.
Nicolás se siente conmovido ante aquella jovencita que está sola en medio de tantos horrores. Se inclina respetuosamente ante la damita, y sale de la estancia en busca de los campesinos.
-A ver, ¿quién es vuestro jefe?- les grita, fuera de sí-. Que se presente ese traidor a quien voy a castigar.
Es tanta la energía del oficial que los rebeldes se someten y uncen los caballos al carruaje. Y la princesa María, escoltada por Nicolás y sus compañeros de armas, reanuda la marcha hacia el Norte.
Después de una cura de urgencia en un hospital de campaña, el príncipe Andrés es trasladado a una de las ambulancias que se dirigen hacia el Norte y que por el camino encuentra a la columna de fugitivos en que van los Rostov.
La noticia de la llegada del oficial herido se esparce al punto y llega a oídos de Natacha, que exige verle. Andrés ha sido trasladado a una isba, donde yace a la par que otros heridos. Natacha se persona en ella: el príncipe está tendido en un pobre lecho, dominado por la fiebre. La joven le contempla un momento y se aproxima al herido. Sin decir una palabra se arrodilla junto al lecho. El príncipe le sonríe y le toma una mano.
En medio de su agonía, indiferente a todo, recobra fuerzas al ver a aquella joven a la que soñó un día hacerla su esposa.
Durante varias semanas Natacha asiste al herido con solicitud de hermana. Andrés delira a veces, y en los momentos de lucidez se alegra al ver a la joven a su lado, y pide que le traigan un libro: los Evangelios.
Finalmente, el herido se agrava y muere.
Pedro Besukov, que ha luchado heroicamente en defensa de Moscú, concibe un plan desesperado y temerario, una vez ocupada la ciudad por los franceses.
Sabe que Napoleón, el verdadero responsable de tanto desastre, se ha instalado e en el Kremlin. Besukov entrará a la ciudad y se enfrentará con el tirano para darle muerte, vengando así a todo el pueblo ruso.
Penetra en Moscú y presencia los terribles excesos de la soldadesca francesa, entregada al saqueo; antes de que pueda alcanzar el Kremlin, es detenido. Como el espantoso invierno ruso ha comenzado, el ejército de Napoleón inicia la retirada, y Pedro es incorporado a un convoy de prisioneros.
Pero desmoralizados los franceses en su retirada, deshacen la formación y cada cual huye por donde se puede. Pedro, ya libre, retorna a su hogar porque la guerra ha terminado desastrosamente para el invasor.
Y entonces, muerta su esposa, se casa con Natacha, mientras que Nicolás Rostov desposa a la princesa María, con lo que se restaura un tanto la economía familiar, tan malparada a consecuencia de la guerra y las deudas.
Fuente:http://resumenesdeobrasliterariasdelgado.blogspot.pe/
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