jueves, 9 de junio de 2016

EL HOMBRE MEDIOCRE

Obra del escritor José Ingenieros (1877-1925); es uno de los ensayos más importantes escritos en América y que hace de este argentino ilustre uno de los más famosos literatos de nuestro continente.

Cuando el desarrollo de la función de pensar alcanza cierto grado, la imaginación puede anticiparse a la experiencia. Por eso las ilusiones son a veces más eficaces que la experiencia para dirigir la conducta. El sentido de la realidad evoluciona hacia el ideal, que se presenta como un límite y que tiende a la perfección en distintas direcciones, distintas, pero nunca antagónicas, sino convergentes. Clásica es la doctrina de que el ideal de la ciencia es la verdad, el de la moral el bien y el del arte la belleza. Sin ideales no sería posible el progreso humano.

Los espíritus elementales y de poco vuelo sustituyen fácilmente el idealismo por la superstición. El espíritu superior necesita de la crítica y de la inconformidad para elevarse en el anhelo de perfección, al revés del espíritu inferior, fácil a la adaptación y a los hábitos colectivos. Siempre habrá, forzosamente, idealistas y mediocres.

Los idealistas románticos son exagerados porque son insaciables. El idealismo estoico funde a su filosofía con un concepto sublimado de la dignidad humana. La lucha entre el idealismo y a mediocridad es constante. Su símbolo plástico más cabal pudiera serlo el alado Perseo de Benvenuto Cellini, exhibiendo la cabeza de Medusa, cuyo cuerpo convulso pretende inútilmente reavivarse bajo los pies del héroe.

Literalmente, el hombre mediocre es el hombre médico, el cual psicológicamente se da en todas las clases sociales, y que al formar en la inmensa colectividad de su condición se torna, como esta, natural y necesaria. En la escala de la inteligencia humana la mediocridad representa el claroscuro entre el talento y la estulticia. El aurea mediocritas de Horacio se refiere, claro es, a la limitación placentera que elige el selecto, o algunos selectos, quienes, precisamente por serlo, rechazan las pompas vanas y las asechanzas del poder y la gloria.

Nota genérica del hombre mediocre es su falta de sello distintivo, su despersonalización, lo que le permite vegetar moldeado por el medio “como era fundida en el cuño social”. No es desdeñable porque es útil, pero la definición de sus cualidades linda con el comentario humorístico. Lombroso llegó en su definición a la repulsa satírica cuando, contestando a un periodista norteamericano, manifestó que “el hombre normal”(que, por lo demás, no existe) “tenía buen apetito, era trabajador, ordenado, agonista, aferrado a sus costumbres, paciente, respetuoso de toda autoridad, animal doméstico”.

Lombroso llama hombre normal al que Heine y Schopenhauer llaman“filisteo”, contraponiendo el artista al burgués, sin preocuparse siquiera de valorar este. Pero el burgués, el filisteo, es, como cualquier otro hombre, un valor social, y es su aporte colectivo lo que le amerita en sus funciones.   

Por lo pronto, el mediocre, a expensas de su capacidad mimetista, se halla mucho más facultado para compenetrarse con el alma de la sociedad en que vive que el superior con su originalidad. Y hay que partir para juzgarle del hecho de que ser mediocre no es una culpa, y no siéndolo, su conducta es legítima. Como elemento social estático más que dinámico, el hombre mediocre es naturalmente conservador y rutinario. Como sistema social de defensa, la rutina desempeña el papel de primer orden, ya que sin ese freno el impulso que comportan los hombres selectos o geniales, siempre accidentes en la evolución humana, despeñaría a las sociedades.

Ahora bien: los mediocres representan a menudo un gran peligro en el seno de aquellas, pues el freno, si paraliza y estaciona, destruye los valores superlativos, organiza la vulgaridad resistente a la selectividad y crea una barrera opuesta al ingenio y al buen gusto. Cuando actúa en el campo intelectual, el hombre mediocre, hombre sin ideales, hace del arte un oficio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta. Convierte el amor en sensualidad.

Una pasión frecuente en los mediocres es la envidia. En ellos trabaja a la par la mentira; en cambio, nunca les excita la emulación, que es rectilínea y no teme a la verdad. Esta tónica suele ser gris y se muestra constantemente en el carácter del hombre vulgar, que alberga un sordo afán de nivelarlo todo y siente horror por la individualización excesiva.

Centrando el tema en el desarrollo vital, afirma Ingenieros que cuando este llega a su culmen en el espíritu del hombre superior, el hombre superior se aleja hasta el máximum de la mediocridad, pero que esta le espera en la vejez con la regresión sistemática del intelecto. Por último, decrepitud inferioriza al viejo ya mediocre.

En la época moderna, el aprovechamiento de las grandes aptitudes está constreñido sin cesar por la acción en la vida pública de lo que Ingenieros llama la “piara”. Estima que las facciones políticas son adversas a todas las originalidades. Cada piara ostenta, a manera de estado mayor, un plantel de hombres distinguidos, bandera que la permite adueñarse del poder parapetándose en el blasón intelectual de algunos selectos.

Tendencia general en el autor de este libro es la de identificar a la democracia con lo que él llama la mediocracia, recurriendo a la frase de Platón, “la democracia es el peor de los buenos gobiernos, pero es el mejor entre los malos”. Siguiendo esta línea negativa, señala los grandes males que originan los partidos políticos, compuestos de “serviles que merodean por los Congresos en virtud de la flexibilidad de sus espinazos”. “Los deshonestos son legión: asaltan el Parlamento para entregarse a especulaciones lucrativas. Venden su voto a empresas que muerden las arcas del Estado; prestigian proyectos de grandes negocios con el erario, cobrando sus discursos a tanto por minuto.”

La creación del clima mediocre lleva consigo el triunfo de las masas dirigidas por charlatanes. En fin, las mediocracias- Ingenieros no emplea nunca el término consagrado de “mesocracia”- fomentan el ejercicio de la servidumbre. Es un hecho evidente que la naturaleza se opone a toda nivelación y que necesita del caso excepcional para realizarse sin prescindir de la clase común de los individuos, de las masas. En orden al desarrollo regular de la sociedad, la aristocracia del mérito no puede ser sustituida por los valores comunes. La desigualdad es la fuerza y esencia de toda selección. El hombre de genio necesita un clima propicio. Cuando una raza, un arte, una ciencia o un credo preparan su advenimiento o pasan por una renovación fundamental, el hombre extraordinario aparece personificando nuevas orientaciones de los pueblos y de las ideas.
En este punto se detiene José Ingenieros para hacer una semblanza de Sarmiento, el gran educador, proselitista y escritor argentino, en cuya célebre obra Facundo se fija con caracteres decisivos un espíritu propiamente americano. Sarmiento fue un genio, un apóstol, un incomprendido, objeto de ataque y de burla para todos los espíritus vulgares, entre los que pasó desdeñoso de su hostilidad y de sus peligros, para “sembrar a todos los vientos, en todas las horas, en todos los surcos”.


Sus pensamientos fueron tajos de luz en la penumbra de la barbarie americana, entreabriendo la visión de cosas futuras. Pensaba en tal alto estilo que parecía tener, como Sócrates, algún demonio familiar que alucinara su inspiración Ciclope en su faena, vivía obsesionado por el afán de educar; esa idea gravitaba en su espíritu como las grandes moles incandescentes en el equilibrio celeste, subordinando a su influencia todas las masas menores de su sistema cósmico.

Tenía la clarividencia del ideal y había elegido sus medios: organizar civilizando, elevar educando. Todas las fuentes fueron escasas para saciar su sed de aprender; todas las inquinas fueron exiguas para cohibir su inquietud de enseñar. Erguido y viril siempre, astabandera de sus propios ideales, siguió las rutas por donde le guiara el destino, previendo que la gloria se incuba en auroras fecundas por los sueños de los que miran más lejos. América le esperaba. Cuando urge construir o tramutar, fórmase el clima del genio: su hora suena como fatídica invitación a llenar una página de luz. El hombre extraordinario se revela auroralmente, como si obedeciera a una predestinación irrevocable.

Facundo es el clamor de la cultura moderna contra el crepúsculo feudal. Crear una doctrina justa vale ganar una batalla para la verdad; mas cuesta presentir un ritmo de civilización que acometer una conquista. Un libro es más que una intención: es un gesto. Todo ideal puede servirse con el verbo profético. La palabra de Sarmiento parece bajar de un Sinaí. Proscripto en Chile, el hombre extraordinario encuadra, por entonces su espíritu en el doble marco de la cordillera muda y del mar clamoroso.

Llegan hasta él gemidos de pueblos que hinchan de angustia su corazón: parecen ensombrecer el cielo taciturno de su frente, inquietada por un relampagueo de profecías. La pasión enciende las dantescas hornallas en que forja sus páginas y ellas retumban con sonoridad plutoniana en todos ámbitos de su patria. Para medirse busca el más grande enemigo, Rosas, que era también genial en la barbarie de su medio y de su tiempo: por eso hay ritmos apocalípticos en los apóstrofes de Facundo,asombroso enquirdión que parece un reto de águila, lanzado por las cumbres más conspicuas del planeta.

Su verbo es anatema: tan fuerte es el grito que, por momentos la prosa se enronquece. La vehemencia crea su estilo, tan suyo que, siendo castiza, no parece español. Sacude a todo un continente con la sola fuerza de su pluma, adiamantada por la santificación del peligro y del destierro. Cuando un ideal se plasma en un alto espíritu, bastan gotas de tinta para fijarlo en páginas decisivas; y ellas, como si en cada línea llevasen una chispa de incendio devastador, llegan al corazón de miles de hombres, desorbitan sus rutinas, encienden sus pasiones, polarizan su aptitud hacia el ensueño naciente. La prosa del visionario vive: palpita, aprende, conmueve, derrumba, aniquila. En sus frases diríase que se vuelca el alma de la nación entera, como un alud. Un libro, fruto de imperceptibles vibraciones cerebrales del genio, tórnase tan decisivo para la civilización de una raza como la irrupción tumultosa de infinitos ejércitos.

 Y su verbo es sentencia: queda herida mortalmente una era de barbarie, simbolizada en un nombre propio. El genio se encumbra así para hablar, intérprete de la historia. Sus palabras no admiten rectificación y escapan a la crítica. Los poetas debieran pedir sus ritmos a las mareas del Océano para loar líricamente la perennidad del gesto magnifico: ¡Facundo!

Dijo primero. Hizo después…

La política puso a prueba su firmeza: gran hora fue aquella en que su Ideal se convirtió en acción.

Presidió la República contra la intención de todos: obra de un hado benéfico. Arriba vivió batallando como abajo, siempre agresor y agredido. Cumplía una función histórica. Por eso, como el héroe del romance, su trabajo fue la lucha, su descanso pelear.

Se mantuvo ajeno y superior a todos los partidos, incapaces de contenerlo. Todos lo reclamaban y lo repudiaban alternativamente: ninguno, grande o pequeño, podía ser toda una generación, todo un pueblo, toda una raza, y Sarmiento sintetizaba una era en nuestra latinidad americana. Su acercamiento a las facciones, compuestas por amalgamas de subalternos, tenía reservas y reticencias, simples tanteos hacia un fin claramente previsto, para cuya consecución necesitó ensayar todos los medios. Genio ejecutor, el mundo parecíale pequeño para abarcarle entre sus brazos; sólo pudo ser el suyo el lema inequívoco: “las cosas hay que hacerlas; mal pero hacerlas”.

Ninguna empresa le pareció indigna de su esfuerzo; en todas llevó como única antorcha su Ideal. Habría preferido morirse de sed antes que abrevarse en el manantial de la rutina. Miguelangelesco escultor de una nueva civilización, tuvo siempre libres las manos para golpear tiranías, para aplaudir virtudes, para sembrar verdades a puñados. Entusiasta por la Patria, cuya grandeza supo mirar como la de una propia hija, fue también despiadado con sus vicios, cauterizándolos con la benéfica crueldad de un cirujano.
La unidad de su obra es profunda y absoluta, no obstante las múltiples contradicciones nacidas por el contraste de su conducta con las oscilaciones circunstantes de su medio. Entre alternativas externas, Sarmiento conservó la línea de su carácter hasta la muerte. Su madurez siguió la orientación de su juventud; llegó a los ochenta años perfeccionando las originalidades que había adquirido a los treinta. Se equivocó innumerables veces, tantas como sólo puede concebirse en un hombre que vivió pensando siempre. Cambio mil veces de opinión en los detalles, porque nunca dejó de vivir; pero jamás desvió la pupila de lo que era esencial en su función. Su espíritu salvaje y divino parpadeaba como un faro, con alternativas perturbadoras. Era un mundo que se obscurecía y se alumbraba con sosiego incesante sucesión de amaneceres y de crepúsculos fundidos en el todo uniforme del tiempo. En ciertas épocas pareció nacer de nuevo con cada aurora; pero supo oscilar hasta lo infinito sin dejar nunca de ser el mismo.

Miró siempre hacia el porvenir, como si el pasado hubiera muerto a su espalda; el ayer no existía, para él, frente al mañana. Los hombres geniales y los pueblos en decadencia viven acordándose de dónde vienen: los hombres geniales y los pueblos fuertes sólo necesitan saber dónde van. Vivió inventando doctrinas o forjando instituciones, creando siempre, en continuo derroche de imaginación creadora. Nunca tuvo paciencias resignadas, ni esa imitativa mansedumbre del que se acomoda a las circunstancias para vegetar tranquilamente. La adaptación social depende del equilibrio entre lo que se inventa y lo que se imita; mientras el hombre vulgar es imitativo y se adapta perfectamente, el hombre de genio es creador y con frecuencia inadaptado. La adaptación es mediocrizadora; rebaja al individuo a los modos de pensar y sentir que son comunes a la masa, borrando sus rasgos propiamente personales. Pocos hombres, al finalizar su vida, se libran de ella; muchos suelen ceder cuando los resortes del espíritu sienten la herrumbre de la vejez. Sarmiento fue una excepción. Había nacido “así” y quiso vivir como era, sin desteñirse en el semitono de los demás.

A los setenta años tocóle ser abanderado en la última guerra civil movida por el espíritu colonial contra la afirmación de los ideales argentinos; en La Escuela Ultrapampeana, escrita a zarpazos, se cierra el ciclo del pensamiento civilizador iniciado con Facundo. En esas horas crueles, cuando los fanáticos y los mercaderes le agredían para desbaratar sus ideales de cultura laica y científica, en vano habría intentado Sarmiento rebelarse a su destino. Una fatalidad incontrastable le había elegido portavoz de su tiempo, hostigándole a perseverar sin tregua hasta el borde mismo de la tumba. En pleno arreciar de la vejez siguió pensando por sí mismo, siempre alerta para avalancharse contra los que desplumaban el ala de sus grandes ensueños: habría osado desmantelar la tumba más gloriosa si hubiera entrevistado la esperanza de que algo resucitaría de entre las cenizas.

Había gestos de águila prisionera en los desequilibrios de Sarmiento. Fue “inactual” en su medio: el genio importa siempre una anticipación. Su originalidad pareció rayana en desvarío. Hubo, ciertamente, en él un desequilibrio: mas no era intrínseco en su personalidad, sino extrínseco, entre ella y su medio. Su inquietud no era inconstancia, su labor no era agitación. Su genio era una suprema cordura en todo lo que a sus ideales tocaba: parecía lo contrario por contraste con la niebla de mediocridad que le circuía.

Tenía los descompaginamiento que la vida moderna hace sufrir a todos los caracteres militares; pero la revelación más indudable de su genialidad está en la eficacia de su obra a pesar de los aparentes desequilibrios. Personificó la más grande lucha entre el pasado y el porvenir del continente, asumiendo con exceso la responsabilidad de su destino. Nada le perdonaron los enemigos del Ideal que él representaba; todo le exigieron los partidarios. El mayor equilibrio posible en el hombre común es exiguo comparado con el que necesita tener el genio; aquél soporta un trabajo igual a uno y éste lo emprende equivalente a mil. Para ello necesita una rara firmeza y una absoluta precisión ejecutiva. Donde los otros se apunan, los genios trepan; cobran mayor pujanza cuando arrecian las borrascas; parecen águilas planeantes en su atmosfera natural.

La incomprensión de estos detalles ha hecho que en todo tiempo se atribuyera a insania la genialidad de tales hombres concretándose al fin la consabida hipótesis de su parentesco con la locura, cómoda de aplicar a cuantos se elevan sobre los comunes procesos del raciocinio rutinario y de la actividad doméstica. Pero se olvida que inadaptado no quiere decir alienado; el genio no podría consistir en adaptarse a la mediocridad.

El culto de lo acomodaticio y lo convencional, halagador para los sujetos insignificantes, implica presentar a los grandes creadores como predestinados a la degeneración o al manicomio. Es falso que el talento y el genio pueblen los asilos; si enloquecen, por acaso, diez hombres excelentes, encuéntranse a su lado un millón espíritus vulgares: los alienistas estudiaran la biografía de los diez e ignorantes la del millón. Y para enriquecer sus catálogos de genios enfermos incluirán en sus listas a hombres ingeniosos, cuando no a simples desequilibrados intelectuales que son “imbéciles con la librea del genio”.

Los hombres como Sarmiento pueden caldearse por la excesiva función que desempeñan; los ignorantes confunden su pasión con la locura. Pero juzgados en la evolución de las razas y de los grupos sociales, ellos culminan como casos de perfeccionamiento activo, en beneficio de la civilización y de la especie. El devenir humano sólo aprovecha de los originales. El desenvolvimiento de una personalidad genial importa una variación sobre los caracteres adquiridos por el grupo; ella incuba nuevas y distintas energías, que son el comienzo de líneas de divergencia, fuerzas de selección natural. La desarmonía de un Sarmiento es un progreso, sus discordancias son rebeliones a las rutinas, a los prejuicios, a las domesticidades.

Locura implica siempre disgregación, desequilibrio, solución de continuidad; con breve razonamiento, refutó Bovio, el celebrado sofisma. El genio se abstrae; el alienado se distrae. La abstracción ausenta de los demás, la distracción ausenta de sí mismo. Cada proceso ideativo es una serie; en cada serie hay un término medio y un proceso lógico; entre las diversas series hay saltos y faltan los términos medios. El genio, moviéndose recio y rápido dentro de una misma serie, abrevia los términos medios y descubre la reacción lejana; el loco, saltando de una serie a otra, privado de términos medios, disparata en vez de razonar. Esa es la aparente analogía entre genio y locura; parece que en el movimiento de ambos faltaran los términos medios; pero en rigor, el genio vuela, el loco salta. El uno sobrentiende muchos términos medios, el otro no ve ninguno. En el genio, el espíritu se ausenta de los demás; en la locura, se ausenta de sí mismo. “La sublime locura del genio es, pues, relativa al vulgo; éste, frente al genio, no es cuerdo ni loco: es simplemente la mediocridad, es decir, la media lógica, la media alma, el medio carácter, la religiosidad convencional, la moralidad acomodaticia, la politiquería menuda, el idioma usual, la nulidad de estilo”.

La ingenuidad de los ignorantes tiene parte decisiva en la confusión. Ellos acogen con facilidad la insidia de los envidiosos y proclaman locos a los hombres mejores de su tiempo. Algunos se libran de este marbete: son aquellos cuya genialidad es discutible, concediéndoles apenas algún talento especial en grado excelso. No así los indiscutibles, que viven en brega perpetua, como Sarmiento. Cuando empezó a envejecer, sus propios adversarios aprendieron a tolerarlo, aunque sin el gesto magnánimo de una admiración agradecida. Le siguieron llamando “el loco Sarmiento”.

¡El loco Sarmiento! Esas palabras más que cien libros sobre la fragilidad del juicio social. Cabe desconfiar de los diagnósticos formulados por los contemporáneos sobre los hombres que no se avienen a marcar el paso en las filas; las medianías, sorprendidas por resplandores inusitados, sólo atinan a justificarse, frente a ellos, recurriendo a epítetos despectivos. Conviene confesar esa gran culpa: ningún americano ilustre sufrió más burlas de sus conciudadanos. No hay vocablo injurioso que no haya sido empleado contra él: era tan grande que no bastó el diccionario entero para difamarle ante la posteridad. Las retortas de la envidia destilaron las más exquisitas quintaesencias; conoció todas las oblicuidades de los astutos y todos los soslayos de los impotentes. La caricatura le mordió hasta sangrar, como a ningún otro: el lápiz tuvo, vuelta a vuelta, firmeza de estilete y matices de ponzoña. Como las serpientes que estrangulan a Laocoonte en la obra maestra del Belveder, mil tentáculos subalternos y anónimos acosaron su titánica personalidad, robustecida por la brega.

Los espíritus vulgares ceñían a Sarmiento por todas partes con la fuerza del número, irresponsable ante el porvenir. Y él marchaba sin contar los enemigos, desbordante y hostil, ebrio de batallar en una atmosfera grávida d tempestades, sembrando a todos los vientos, en todas las horas, en todos los surcos. Despreciaba el motejo de los que no le comprendían: la envidia del juicio póstumo era el único lenitivo a las heridas que sus contemporáneos le prodigaban. Su vida fue un perpetuo florecimiento de esperanzas en un matorral de espinas.

Para conservar intactos sus atributos, el genio necesita períodos de recogimiento; el contacto prolongado con la mediocridad despunta las ideas originales y corroe los caracteres más adamantinos. Por eso, con frecuencia, toda superioridad es un destierro. Los grandes pensadores tórnanse solitarios; parecen proscriptos en su propio medio. Se mezclan a él para combatir o predicar, un tanto excéntricos cuando no hostiles, sin entregarse nunca totalmente a gobernantes ni a multitudes. Muchos ingenios eminentes, arrollados por la marea colectiva pierden o atenúan su originalidad, empañados por la sugestión del medio; los prejuicios, más arraigados en el individuo, subsisten y prosperan; las ideas nuevas, por ser adquisiciones personales de reciente formación, se marchitan. Para defender sus frondas más tiernas el genio busca aislamientos parciales en sus invernáculos propios. Si no quiere nivelarse demasiado necesita de tiempo en tiempo, mirarse por dentro, sin que esta defensa de su originalidad equivalga a una misantropía. Lleva consigo las palpitaciones de una época o de una generación, que son su finalidad y su fuerza; cuando se retira se encumbra. Desde su cima formula con firme claridad aquel sentimiento, doctrina o esperanza que en todos se incuba sordamente. En él adquieren claridad meridiana los confusos rumores que serpentean en la historia, se plasmó en Sarmiento, el concepto de la civilización de su raza, en la hora que preludiaba el surgir de nacionalidades nuevas entre el caos de la barbarie. Para pensar mejor, Sarmiento vivió solo entre muchos, ora expatriado, ora proscripto dentro de su país, europeo entre argentinos y argentino en el extranjero, provinciano entre porteños y porteño entre provincianos. Dijo Leonardo que el destino de los hombres de genio es estar ausentes en todas partes.

Viven más alto y fuera del torbellino común, desconcertando a sus contemporáneos. Son inquietos: la gloria y el reposo nunca fueron compatibles. Son apasionados: disipan los obstáculos como los primeros rayos del sol licuan la nieve caída en una noche primaveral. En la adversidad no flaquean: redoblan su pujanza, se aleccionan. Y siguen tras su Ideal, afligiendo a unos, compadeciendo a otros, adelantándose a todos, sin rendirse, tenaces como si fuera lema suyo el viejo adagio: sólo está vencido el que confiesa estarlo. En eso finca su genialidad. Esa es la locura divina que Erasmo elogió en páginas imperecederas y que la mediocridad enrostró al gran varón que honra a todo un continente. Sarmiento parecía agigantarse bajo el filo de las hachas.

(“El hombre mediocre”, José Ingenieros; Editorial Lex. S.A. – Perú 1966; págs.: 120-124)



También la vida y la obra de Ameghino le merecen al comentarista ardientes elogios, significando la grandeza de su espíritu enfocado a la investigación científica, en la que descubrir equivale a crear y encierra una capacidad inventiva. Hay imaginación en la paleontología de Ameghino, como la hay en la física de Ampere y en la cosmología de Laplace, y la hay en la visión civilizadora de Sarmiento, como en la política de César o en la de Richelieu. Todo lo que lleva la marca del genio - termina Ingenieros - es obra de la imaginación, ya sea un capítulo del Quijote o el pararrayos de Franklin.

Del individuo genial al individuo de la grey la distancia es enorme. Que la sociedad para su función armónica y vital necesite de ambos no impide que de la legión de los mediocres sobrevengan verdaderos estragos para aquella misma armonía. El hombre superior y el hombre mediocre difieren como el cristal y la arcilla. 
Fuente:  http://resumenesdeobrasliterariasdelgado.blogspot.pe/


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