jueves, 9 de junio de 2016

CUENTOS PRETÉRITOS
Manuel Beingolea es un escritor modernista nacido en Lima en 1875 y muerto en Barranco en 1953. De espíritu sencillo y poético, tan solo escribió dos libros, una novela corta: Bajo las lilas (1923) y Cuentos pretéritos (1933).

Sencillos e ingeniosos resultan los cuentos del peruano, que dulcifican una época decadentista de ilusiones perdidas inscrita a principios de siglo. Como la mayoría de prosistas los de la época, Beingolea hubo de beber de las fuentes del realismo y el naturalismo; este último entró a América a través de Goncourt, Maupassant, Zola, Chéjov, Gorki, etc. Beingolea era contemporáneo de Javier Viana, de Carlos Reyles y seguramente hubo de presenciar el rotundo éxito del mejor cuentista de la época: Horacio Quiroga (Cuentos de amor, locura y muerte) (1917). Sin embargo son precisamente, la lucidez y creatividad del peruano los elementos que van a hacer que la cuentística de su país tome un ritmo de continuidad. Los cuentos de Beingolea rescatan ese humor y gracia que son precisos para sobrevivir en una sociedad clasista y selectiva, añade otros argumentos: picardía e ironía en una sociedad donde la apariencia y el lujo, así sean fingidos, puedan resolver el futuro y el destino de las personas. Llama poderosamente la atención el cuento Mi corbata en que se revive al pícaro desde una visión más psicológica que física.

El narrador recibe como regalo una corbata:


“Me la regaló Martha, una provincianita a quien seduje con mi aplomo y mis modales de limeño. Estaba hecha de un retazo de seda rosa, oriundo quizá de algún vestido en receso, y sobre ella la donante había bordado con puntadas gordas e ingenuas multitud de florecillas azules, que no pude reconocer si eran miosotis. Me la envió encerrada en una caja de jabón de Windsor, que olía muy bien”.

(En El Cuento Peruano hasta 1919Selección, Prólogo y Notas de Ricardo González Vigil, volumen II; ediciones COPE, Lima 1992)



A partir de esta situación, se configura un relato interesante y picaresco que prosigue con la exposición de los anhelos del narrador: el amor de Martha y un empleo de cincuenta soles harán de él un hombre completamente feliz.


Yo por aquel tiempo era un pobrete que me comía los codos y andaba de Ceca en Meca, galopando tras de un empleo en alguna oficina del Estado.

Ser amanuense era entonces mi mayor ambición. Cincuenta soles de sueldo eran para mí, inestimable tesoro, que sólo muy escasos mortales podían poseer. ¡Oh, cincuenta soles de sueldo! ¡Con esa suma asegurada hubiera yo doblado el cabo de la felicidad! ¿Qué cómo? Cuando se es amado, a pesar de ser pobre, una gran confianza en el porvenir nos alienta. Y la dulce serranita me amaba. Muchos pretendientes había despachado por mi causa. Felices horteras endomingados que le hacían la rueda, mientras le vendían media vara de surach o un corte de indiana. Así como así, eran mejores que yo los tales horteras desde el punto de vista matrimonial. Tenían regulares sueldos y lo que ellos llamaban las rebuscas, cosas que, probablemente, yo me moriría sin conocer. Pero Marta los mandaba a paseo sin escucharlos siquiera. Solo yo era el preferido. Quizá me encontraba distinto también a los jóvenes de su tierra, sentimentales y turbulentos. A mí no me disgustaba la muchacha. Tenía bonito pelo, ojos tiernos, y tocaba en el piano «Al pie del Misti» con bastante sentimiento. Con ella y mis 50 soles hubiera sido feliz! Lo único que parecía apenarla era mi poca fe. Mi carencia de religión. - «Cree usted en Dios? » - me preguntaba a menudo.

-       «Naturalmente» - le respondía yo.

-       «No es bastante, es preciso cumplir con la iglesia, es preciso creer».


La verdad es, que yo no creía sino en mi pobreza. Sólo se cree en Dios a partir de 50 soles de sueldo.
El narrador recibe una invitación para tomar el té en una mansión limeña; asiste luciendo la corbata que ha recibido y se encuentra con la resistencia de las damas de la reunión; todas ellas rehúsan bailar con él, y cuando interroga a otro joven acerca de las razones de su fracaso, recibe una respuesta tajante:

“Tiene usted una corbata imposible. Lo mejor que puede usted hacer es largarse, joven”. Sale avergonzado y ofendido de la reunión, pero desde ese momento se fija en su mente aquel mundo seductor, de elegancias y exquisiteces y, al contrastarlo con la vida pobre que lleva, decide ingresar a ese universo; “a todo trance como se pudiera, sin reparar en los medios”.

Las tretas del pícaro comienzan cuando decide hacerse confeccionar un traje de excelente calidad y hacer que su patrona lo pague con la promesa de que dará empleo a los familiares de ella cuando ingrese en el Ministerio de Hacienda; con el préstamo que recibe no solamente paga el traje sino que adquiere otros y logra entrar en la sociedad, donde conoce a una dama aristocrática con la cual se casa, se hace rico y además de ello célebre, pues se convierte en diputado y senador; el relato finaliza con el recuento que hace el narrador sobre su nueva situación; concluye manifestando que, a pesar de su riqueza, de su esposa, de sus hijos y de su posición social, no es feliz.
   

Pero aquí, entre nos, os confesaré que no soy feliz. Mi mujer es cariñosa, es cierto. ¡Me anuda cada corbata! Pero me parece que piensa más en sus trajes que en su marido. Mis hijos también piensan más en sus caballos que en su padre. Yo me he vuelto ambicioso y pienso más en la «cosa pública» que en mi mujer y en mis hijos. Más feliz hubiera sido con arequipeñita. Oh! ¡Esa que me quería arrancado y por mí mismo! Con ella y mis 50 soles hubiera vivido ignorado, sin ambiciones que me consumen, ni desengaños que me torturan. ¿Qué habrá sido de ella? A veces, cuando estoy muy triste, saco del fondo de mi gaveta la corbata que me regaló y me enternezco recordando a Marta y aspirando ese olor ya desvanecido del jabón de Windsor. Decididamente la verdadera dicha debe oler a jabón de Windsor.
No ha tratado Beingolea de reeditar un arcaísmo, el del pícaro que inventó Lizardi para generar la novela latinoamericana; aquí la delicadeza y el gusto del pícaro dejan una reminiscencia: la del azar de la vida y la nostalgia por una felicidad imposible.

Biengolea dibuja con rasgos ágiles y en una prosa fresca y amena relatos de esa época del esteticismo finisecular; fontana de donde brotó el hilo de agua generador de la novela latinoamericana.

Otro cuento es “Levitación”, narración que se inicia en una reunión donde unas honorables damas hacían los honores a un exquisito té verde, se produjo un debate sobre si no sería científico el éxtasis de algunos santos. Las señoras presentes pusieron el grito en el cielo alegando que los santos no pertenecían a la ciencia sino a la religión. Unos sostuvieron que la gente plebeya tenía más predisposición al éxtasis que los miembros de otras clases sociales por la sencillez de vida que llevaban. Cuando la discusión tomaba visos de zipizape, intervino unos de los presentes con la finalidad de calmar los ánimos y aclarar en algo el asunto. Era un viejecillo cenceño que se entretenía liando un cigarrillo de papel, costumbre que sin duda lo retrotraía a sus tiempos.

El viejo dijo que no era bueno mezclar lo divino con los humano.


“Confundir lo espiritual con lo temporal me parece la peor de las confusiones. Los santos no tiene que ver nada con estas cuestiones científicas ni seudo – científicas. Un santo es tan fatalmente santo como un bandido es fatalmente bandido. Se nace con una vocación y ésta no está sujeta a ninguna influencia extraña”.

(“Levitación”, en Biblioteca de cultura peruana contemporánea, volumen X, Selección de Estuardo Núñez, Ediciones del Sol, 1963; pág. 35).


Para probar que no es santo quien no debe ni puede serlo, el viejo refirió la historia de un pobre cholo bizcochero que vivía en un callejón del barrio “Las Cruces”.

Resulta que el pobre hombre quedaba muchas veces arruinado por regalar su mercancía a menesterosos que se la pidiesen. El cholo era todo bondad, todo generosidad, todo desprendimiento.

 Ya lo habían despedido de varias panaderías por andar regalando los pasteles. Cuando los dueños de las pastelerías le reprochaban que primero era la obligación que la devoción, el pobre bizcochero contestaba que tenía la certidumbre de haber sido premiado por Dios en alguna época no lejana, refiriendo que a veces creía verlo en sueños y que se le presentaba en forma de un señor de buen talante que lo exhortaba a continuar así con bondadosa sonrisa. Los encuentros divinos eran breves. Un día un grupo de personas le insinuaron al bizcochero que había una forma de “perfeccionamiento espiritual” que se lograba por medio de la abstinencia y la castidad. El bizcochero puso en práctica los consejos recibidos y, según su testimonio, sintió que le iba mejor que antes, sintiendo, desde que abrazó vida tan severa, más aptitud, como si se derritiese en un arrebato místico, que arrancándolo del suelo, lo empujaba a regiones paradisiacas, algo así como el tránsito del que disfrutan  los bienaventurados.


Las personas que por esta senda lo encaminaron, temerosas por el resto de razón del pobre hombre, querían disuadirlo ahora, restituyéndole a sus antiguas prácticas, pero éste, cada vez más convencido, las instó para que presenciasen uno de sus arrebatos. Cedieron a su exigencia y una noche, constituidos en su pobre cuarto sin más ajuar que una cama mísera, unos cuantos objetos y algo como un altarillo improvisado donde nuestro beato en ciernes había puesto un crucifijo y otros atributos místicos, esperaron los acontecimientos. Ante el crucifijo postróse en oración el bizcochero y, efectivamente, fe de los que tan aconsejaron, que después de todo eran creyentes y buenos cristianos o superchería, ello es que le vieron alzarse del suelo y remontarse hacia el cielo raso. Alguno agregó que un resplandor le circundaba las sienes. El milagro corrió por todo el barrio y se dio aviso al vicario, a algunos devotos y a otras personas más. Pero la elevación del oblato reposteril fue muy exigua, apenas si se levantó una vara del suelo; indudablemente no estaba bien preparado aún. Nuevos días pasó en mayores abstinencias hasta que ya creyéndose casi perfecto, hizo reunir de nuevo a los mismos concurrentes. Esta vez era indudable que llegaría más alto que otras. Los circunstantes vieron, en efecto, que después de larga oración y prolongadísimo recogimiento, el bizcochero se elevaba más que la primera vez y al fin llegó a elevarse tanto, que tocó con su cabeza el techo de la habitación y entonces, en medio de su gran fervor y de la general sorpresa, acordóse sin duda de que era bizcochero, pues al sentir sobre su cráneo lo duro del techo, creyendo que tenía su tabla de bizcochos sobre la cabeza, empezó a pregonar como si estuviera en la calle y con su mejor voz: ¡Pan de Guatemala! ¡Pan de Guatemala!

Inmediatamente, como si se hubiera deshecho el conjuro, cayó de tan elevada posición al suelo del cuarto, quedando bastante maltrecho.
Una risotada general estalló en el auditorio y el viejecillo encendiendo su cigarrillo, sin inmutarse, puso fin al relato diciendo:

-       Ya ven ustedes que no es santo a pesar de todo lo que haga, quien tiene vocación de bizcochero…

El té hirviendo en las tazas, esperaba…

(Ibídem; págs. 35 – 36).



En el cuento “El guarda – agujas”, Beingolea narra la historia de Esteban un guarda – agujas, quien está casado con Crisanta, con la cual vive en una garita cerca a la estación de trenes. Conviene aclarar que un guarda – agujas es el empleado que en los cambios de vía de los ferrocarriles tiene a su cargo el manejo de las agujas, para que cada tren marche por la vía que le corresponde; el factor es el empleado que en las estaciones de ferrocarriles cuida de la recepción, expedición y entrega de los equipajes, encargos, mercancías y animales transportados.

Dada esta información, diremos que debido a su condición de guardagujas Esteban se halla casi esclavo de su cargo, sin mucho margen para ausentarse de su puesto de trabajo, por la frecuente circulación de trenes. Una tarde en que Crisanta lleva a “Huáscar”, un perro vagabundo que se ha encariñado con ellos, a bañar a una acequia cercana a la garita donde viven, conoce a un tal Nicasio Rovira, mocetón mestizo de chino y mulata quien empieza a enamorarla. Tanto insistió Nicasio que Crisanta termina siendo su amante. El pobre Esteban se mantiene ajeno a la infidelidad de su mujer, atento a su trabajo de guardagujas.


La línea férrea serpenteaba entre dos tapias con los rincones negros de hollín. Tras de éstas extendíase el campo. Potreros verdes como la superficie de un billar con pintojo ganado; acequias estrechas en el linde; inclinados y chatos espinos y despeinados sauces, desbordándose sobre ese largo cintajo gris de las tapias que las retamas manchan de azufre de trecho en trecho. Luego maizales tupidos temblequeando sobre un cielo de yeso juntamente con los pentagramas vacíos del teléfono; más allá potreros desherbados o removidos con apelotonamientos de tierra; alrededor, arboles, viñedos, tierras de sembrío donde siempre había inclinado un sombrero de esparto, o donde un hombre con los pantalones remangados hasta más arriba de las corvas, removía la tierra con una azada.

Elevábanse lejanos los pinos de Miraflores como espinas dorsales de pescados enormes, cobijando las rojas casitas, los altibajos, las veletas.
Más acá el matadero rojo y chato perdíase al fin de una hondonada. Al lado opuesto los molinos de viento del Barranco y las cuatro torres de su Iglesia franciscana que la hacen parecer un elefante boca arriba. Y atrás de la garita, la cerrillada de Lima a Lurín cortando el horizonte con sus plomizas jorobas. En medio del campo blanquecía aislado y solitario algo: el osario de Miraflores.

(Cuentos Pretéritos, Manuel Beingolea, selección de Francisco Cabello Espejo; Ediciones de la Biblioteca Universitaria; Lima, 1967; pág. 76)



Pero como lo malo no tarda en hacerse evidente, Crisanta y su amante son sorprendidos bajo un nisperal en unos arrumacos nada santos por una mujer de lengua viperina llamada Romualda.

“- Oye viejo, tu mujer te la pega. La he visto de trapicheo con el injerto Rovira. Ya tú lo conoces…”

A esteban le dio un vuelco al corazón ante tan nefasta como nefanda noticia. Encara a su mujer, le da unas cuantas “caricias”, pero al final termina perdonándola. De ahí para adelante la vida de Crisanta se convierte en una prisión.

Esteban prohibió a su mujer después de su aventura “que no pasara del umbral, de suerte que la mujer, apenada, volvíase de un lado, para otro entre esas cuatro paredes que ya conocía hasta el martirio. El tiempo le sobraba para hacer sus cosas y, después, se quedaba mirando las arañas del techo.

Sólo una cosa parecía entusiasmarla: la fuga.

Una mañana Esteban despertó y no encontró a su mujer. Lo primero que se le vino en mente fue que se había fugado. La buscó tenazmente por todos lados y no la encontró.
A veces se imaginaba que todo era una broma y que Crisanta quizá ya estaría en la garita. Quería regresar pero, ¿y si no es cierto? Pensaba en la suprema desolación de la garita a aquella hora trágica, sin ella, ¡sin su chola! No, no era precisa buscarla. Y entonces, ya poseído de una actividad febril, recorrió la avenida de Chorrillos y regresando luego, registro otra vez el Barranco, fue por el camino de Surco, lo vio todo, lo revolvió todo como se puede revolver un archivo para dar con un dato importante. Cuando la luz del alba vino, pudo vérsele envejecido de diez años, blanco de polvo, con la pistola herrumbrosa, enorme como una llave de iglesia. Iba de huerto en huerto, llamando, preguntando, inquiriendo, alicaído como un perro hambriento, uno de esos perros que ya no esperan sino el bocado municipal.

Cuando se orientó para salir al camino, serían ya las ocho de la mañana. No se oía en los barrios solitarios sino ruido de panes removidos en los cestos de los panaderos, escobas empedernidas barriendo patios empedrados, todos esos ruidos matinales, ¡ese mezquino y triste despertar de los barrios pobres!

Al llegar a la garita, encontró a dos hombres, con la gorra encasquetada donde figuraba la placa de latón de la “Empresa”. No supuso qué podía ser.
-       ¡Hola amigo! – díjole uno de ellos- ¿qué ha sido de su vida?

Esteban no contestó.

-       El jefe de estación nos manda decirle a usted que puede marcharse. ¡Y tiene razón! ¿Cómo diablos ha dejado usted pasar de largo dos trenes? Pudo usted emborracharse y venir… hay tiempo para todo…

Esteban silencioso, sin valor, vencido, incapaz de discutir, de sincerarse, de protestar, entró en la garita e hizo un lío con algunas cacharpas que poseía, pues lo demás era de la Empresa, lo ató al extremo de un palo y tomó la línea  en dirección a Lima. ¿A dónde iba? No lo sabía. A seguir su vida errante y monótona como esas paralelas de la vía, encorvado al paso de su lío y su infortunio.

El sol recalentaba las tapias grises, sobre las que, gallinazos, saltaban cojeando. Las retamas ostentaban su alegre amarillo, los campos extendíanse verdes hasta los cerros azules, los pájaros gorjeaban entre los matorrales.

Cuando Esteban desapareció en la curva, uno de los hombres de gorrita dijo:
-       ¡Hase visto sinvergüenza!
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