jueves, 9 de junio de 2016

MUCHO RUIDO Y POCAS NUECES
Comedia en cinco actos en verso y prosa, de William Shakespeare (1564
1616), escrita en la forma que la poseemos, en 1598, pero probablemente existente ya en redacción de juventud, impresa en 1600 y en 1623. El motivo dramático central, del amante inducido a engaño por medio de una persona que adopta el parecido de su amada- antiguo motivo que ya se encuentra en las “Aventuras de Quereas y Calirroé”, de Caritón de Afrodisia-, Shakespeare lo ha sacado de las “Novelas” de Matteo Bandello (novela XXII) y del “Orlando Furioso” de Ludovico Ariosto. Veamos el resumen de la obra.

De fiesta estaba la ciudad de Mesina por la noticia de haberse puesto fin a la guerra, y de que el victorioso príncipe de Aragón, D. Pedro, iba a hacer en ella su entrada triunfal. Envió éste un mensaje al gobernador Leonato para que aguardase su pronta llegada, y Leonato en persona, acompañado su hija Hero y su sobrina Beatriz, salió a recibir al mensajero del príncipe, preguntándole con gran interés por la salud de sus amigos.

Y ¿cuántos guerreros hemos perdido en esta campaña?- preguntó Leonardo.

Alguno que otro, pero ninguno de gran fama,- respondió el mensajero.
Por esta carta veo- prosiguió Leonato- que D. Pedro dispensó grandes honores a un mancebo florentino, llamado Claudio.

Si por cierto y que se portó como valiente, pudiendo ponérsele al lado del propio D. Pedro- respondió el mensajero.- Claudio se ha puesto a mayor altura de la que podía esperarse de su edad: bajo el aspecto de manso cordero, ha tenido arranques de valeroso león.

Oyendo tan grandes alabanzas del joven florentino, sintió Hero (la hija del gobernador), inundarse su alma de alegría, aunque se limitó a sonreír y sus mejillas se colorearon de satisfacción.

-Decidme- preguntó entonces Beatriz, la sobrina del gobernador (la cual vivía en casa de su tío y era la íntima amiga y compañera de su única hija)- el señor Mountanto ¿ha vuelto también de la guerra, o fue víctima del hierro enemigo?

-No conozco a nadie de este nombre, señora- respondió el mensajero, con mirada confusa y algo corrido;- no sé qué haya en el ejército quien así se llame.

-¿A quién te refieres, sobrina?- preguntó Leonato.

-Quiere decir, mi primo, el señor Benedicto de Padua; sugirióle Hero.

-¡Oh!, éste sí que ha vuelto a tan divertido y jovial como siempre,- responde el mensajero.
-Decidme ahora por favor, ¿cuántos hombres ha matado y se ha comido el tal?- pregunta Beatriz en tono de chanza.

-Pero primero quisiera saber a cuántos ha muerto, pues al irse a la guerra, yo prometí comerme a todos los que él matase.

-A fe mía, sobrina, que tratáis con harta dureza al señor Benedicto,-dice Leonato; a buen seguro que va a hacernos quedar mal; no dudo de ello.

-Estad cierta, señora- dice el mensajero- que el tal ha prestado excelentes servicios en la campaña.- Y continuó haciéndose lenguas del valor y de las nobles cualidades del hidalgo; pero Beatriz no parecía tomar en serio nada de lo que oía; de todo hacía plato para chancearse.

No vayáis a juzgar mal a mi sobrina- dijo Leonato (dirigiéndose al mensajero).- Lo que hace, tiene su explicación en la porfía que existe entre ella y el señor Benedicto; no pueden hallarse juntos, que no surja entre ellos una verdadera lucha de ingenio.

En esta conversación estaban, cuando llegó el príncipe de Aragón, con su séquito de hidalgos y caballeros. Leonato dióles una afectuosa bienvenida. El conde Claudio y el señor Benedicto eran antiguos amigos, pues habían estado juntos al servicio del gobernador en su palacio. Ya antes de partir a la campaña, Claudio había mirado más de una vez con simpatía a Hero: en cuanto a Beatriz y Benedicto, pretendían tenerse mutuamente grande antipatía, pero (¡cosa extraña!) en vez de huir de las ocasiones de hablar y comunicarse, aprovechaban todas las que se les ofrecían para dar matraca el uno al otro tan a porfía como les era posible.

En la ocasión presente, no le faltó a Beatriz materia para provocar a Benedicto: tomó ocasión de una broma que él hiciera a D. P edro y Leonato, y allí empezó la contienda.

-Maravíllome, señor Benedicto- díjole Beatriz,- de que sigáis hablando aún; ¿no veis que ya nadie os escucha?

-¡Hola!, señora Desdenes, ¿vos por aquí?; creí que habíais desaparecido del mundo de los vivos.

-¿Cómo puede ser que muera el Desdén, teniendo por constante alimento de su vida al señor Benedicto?- dijo Beatriz.- La Cortesía mismo, se trocaría en desdén, de sólo llegar vos a presencia suya.
-¿Según vos, pues, la Cortesía es una veleta de campanario? Lo cierto es que cuento con la simpatía de cuantas damas trato, excepto vos; y en verdad que quisiera tener un corazón algo más sensible, pues en realidad, no amo a ninguna de ellas,- dijo orgullosamente Benedicto.

-¡Gran fortuna ésta para las damas. De lo contrario, ¡qué importuna seguidilla tendrían que aguantar!- dijo Beatriz.- Gracias al cielo, yo siento como vós en este particular; prefiero oír a mi perro ladrar a la luna, que a un hombre jurar que me ama.

-¡Que Dios os conserve, señora, tal sangre fría!- dijole sumisamente el hidalgo:- así, más de un caballero escapará del peligro de sentirse arañar el rostro.

Sentábale muy bien a Benedicto chancarse siempre con el amor y tomárselo a broma; no asi al joven Claudio, el cual, por su temperamento exaltado y pronto a apasionarse, no se avergonzaba de confesar su amor hacia la señora Hero, y con la favorable ayuda del príncipe de Aragón obtuvo no sólo el consentimiento de la joven, sino también la aprobación del padre de ella. Fijóse la boda para un día de la próxima semana, y el único tormento que tuvo que sufrir el impaciente mancebo, fue la lentitud con que pasaban aquellos días.

Por lo demás, no desperdició Benedicto esta ocasión para chancearse, como era su costumbre, y efectivamente dio suelta a su jovial y alegre inventiva, al pronosticarle D. Pedro y Claudio que también a él le tomaría el turno.

-Antes que me vaya de este mundo- dice D. Pedro,- aun espero veros palidecer y desmedraros de amor.

-¡Qué equivocado andáis D. Pedro!... podré enflaquecer de rabia, de  enfermedad o de pena; pero de amor… jamás- afirma Benedicto.

-Bueno: así sea, y si algún día faltareis a vuestra promesa, se os citará como una poderosa confirmación de lo que vamos diciendo.
-Si así fuese- replica riéndose Benedicto,- que me cuelguen como a un gato y hagan todos blanco en mi cuerpo.

-El tiempo por testigo- dice D. Pedro;- “al toro más cerril el tiempo le somete al yugo.”

-Posible es que el toro montaraz se someta al yugo; pero si esto sucediese al tierno Benedicto, arranquen en buen hora al buey los cuernos y clávenlos en mi frente; píntenme en grotesca figura y debajo de ella en letras muy gordas, por el estilo de aquellas en que se pone: Alquilase un buen caballo, pongan esta inscripción: “Aquí veréis a Benedicto, al hombre casado.”

La rotunda aseveración de Benedicto, de que no caería jamás en los lazos del amor y que no se casaría, y la chanza de Beatriz sobre el mismo tema, hicieron concebir a D. Pedro una maliciosa idea, que no le pareció poco a propósito para pasar divertida la semana que faltaba antes de la boda de Claudio con Hero.

-Os garantizo que no va a pasar en balde el tiempo- dijo a Leonato y Claudio.- Mientras aguardamos tan fausto día, acometeré una empresa digna del valor de Hércules, y será encender el fuego de la pasión en el señor Benedicto y la señora Beatriz. Difícil cosa será, pero posible; y no dudo de conseguirlo, si los tres me prestáis vuestra ayuda.

-Señor, contad conmigo incondicionalmente, aunque preciso me sea perder diez noches seguidas- dice Leonato.

-Lo mismo digo yo- afirma Claudio.

-Por mi parte, señor- dice la hermosa Hero,- haré cuanto pueda para hacer de mi primo un buen esposo.

-A mi parecer, Benedicto no es el marido que ofrece menores esperanzas,- añade el Príncipe.- Al decir esto le hago justicia porque es de noble familia, valeroso a toda prueba y de una honradez acrisolada. Yo os instruiré de cómo os las habéis de componer para hacer caer a vuestra prima y que quede prendada de Benedicto: por lo que a éste toca, yo, con la ayuda de Leonato y Claudio, le trabajaré de manera que, a pesar de su vivo ingenio y temperamento enojadizo, caiga en la trampa y se enamore de Beatriz. Si esto logramos, Cupido ya habrá dejado de ser el arquero por excelencia; su gloria será nuestra, y seremos nosotros los dioses del amor. Venid conmigo y os describiré el plan que he concebido.

Ahora bien, entre los caballeros del séquito del príncipe de Aragón, había uno cuya manera de ser difería grandemente de la de Claudio y Benedicto. Este era D. Juan, hermanastro del príncipe, hombre intratable, envidioso y suspicaz. A nadie prodigaba su afecto; pero sentía una aversión especial a su hermanastro y tenía un vivo rencor hacia el florentino señor Claudio por ser éste el favorito del príncipe. D. Juan había hecho por largo tiempo ruda oposición a su hermano, pero últimamente habíase reconciliado con él, y de su conducta dependía que continuase por el camino del favor y prosperase, o que cayese de nuevo en la desgracia. D. Juan empero no tenía interés en acentuar su adhesión a la causa del príncipe, y así, aunque sus criados Borachio y Conrado le aconsejaban que ocultase sus resentimientos y tomase parte activa y sincera en los regocijos, D. Juan lo rehusó sin ambages, diciendo:

-Más quisiera yo ser vil gusano de la tierra, que rosa abierta en honor de mi hermano. Mucho mejor me siento viéndome despreciado de todos, que no amoldando mi conducta para captarme las simpatías por medio de la vil adulación o el fingimiento. Así como nadie podrá decir de mí, que soy un buen adulador, así tampoco habrá quien me usurpe el mérito de ser un enemigo franco y descubierto. Se tiene confianza en mí, pero amordazado; se me deja en libertad, pero atado de pies y manos; por esto he resuelto no cantar ya más dentro de la jaula. Si me quitasen la mordaza, mordería de firme y si fuese libre, haría lo que me viniese en gana. Entretanto déjeseme ser cual soy, y no intente nadie cambiar mi carácter.

La noticia de que el apuesto joven Claudio iba a contraer matrimonio con la hija del gobernador de Mesina, sacó de quicio a D. Juan.

-Este advenedizo- dijo D. Juan,- tiene la culpa de que yo haya caído en el abismo en que me hallo; así, pues, si puedo atravesarme en su camino, me tomaré el desquite a maravilla y con gran placer mío.
Sus dos criados Borachio y Conrado, tan malvados como su propio amo, pusiéronse incondicionalmente a sus órdenes para ejecutar cualquier plan de venganza que él propusiese, y poco tardó Borachio en acudir a él diciéndole que ya había dado con un medio infalible para estorbar la boda de Claudio.

-Un obstáculo, un impedimento, sea el que fuere, bastará a quitarme el peso que llevo encima y me oprime cual losa de plomo,- dice D. Juan.-enfermo estoy de pura aversión a este hombre, cuanto se opusiere al logro de sus deseos, secundará los míos. ¿Cuál es el recurso que tienes para impedir esta boda?

-Muy sencillo, señor, aunque nada noble, pero tan encubierto, que, aunque se descubriere no se me podrá jamás tachar de rastrero ni cobarde o mal nacido- dice Borachio.

-Dime pronto cuál es.

-Si mal no recuerdo, di, hace un año cuenta a vuestra merced, de los favores de que soy objeto de parte de Margarita, la doncella de Hero.

-Sí, lo tengo presente- dice D. Juan.

-Bueno, pues a la hora que yo quiera de la noche, puedo hacer que Margarita esté a la ventana de la habitación de su señora.
-Y ¿qué ves tú en ello- pregunta D. Juan,- que pueda ser bastante para estorbar el matrimonio?... ¿tan activo te parece este veneno para matar la boda?

-A vuestra merced incumbe preparar este veneno. Id a vuestro hermano el príncipe y decidle que ha comprometido gravemente su honor dando su consentimiento al ilustre Claudio (y cuidad de ponerlo en las nubes fingiendo tenerlo en grande estima) para casarse con una mujer como Hero, la cual tiene otro amor.

-Y ¿cómo probaré mi aserto?- pregunta D. Juan.

-Con un hecho palpable y bastante- dice Borachio,- para de un solo golpe, sorprender la buena fe de vuestro hermano, torturar a Claudio, perder a Hero y matar a Leonato. ¿Os parece poco el resultado?

-Con tal que logre torturarlos, no me detendré ante cualquier cosa por arriesgada que sea- responde D. Juan.

-¡Ea pues!- dícele Borachio,- buscad una ocasión para hallar solos a D. Pedro y al conde Claudio, y aseguradles que Hero está enamorada de mí: fingid que no os mueve otra cosa que el celo por el buen nombre, tanto del príncipe, como de Claudio; afirmad que hacéis esta revelación no sólo por el honor de vuestro hermano que ha preparado este enlace, sino también por la honra de su amigo, cuya buena fe se intenta sorprender dándole por esposa a una mujer indigna de él. A buen seguro que no van a dar fe a vuestras palabras si no trajereis una prueba convincente: para ello rogadles que, la noche antes de la boda, se pongan cerca de a donde da la ventana de Hero. Yo entretanto arreglaré las cosas de manera que vean a Margarita hablarme a mí llamándome Borachio; y yo la llamaré a ella Hero: la prueba de la infidelidad de Hero será tan concluyente que Claudio quedará convencido y todos los preparativos de la boda se suspenderán y ésta no habrá lugar.

-Sea cual fuere el resultado de la estratagema, voy a poner en práctica tu plan- dice D. Juan.- Por tu parte has cuanto creas conducente para el buen éxito de la empresa, y cuenta con mil ducados de recompensa.

-Haced vos bien el papel de acusador, que el de muñidor corre de mi cuenta,- responde Borachio.

Paseábase solo Benedicto en el jardín de Leonato, diciendo para sí:

“No concibo cómo un hombre que ve por sí mismo cuán insensato es el que se somete al imperio del amor, pueda, enamorándose de una mujer, caer en la insigne locura que él ha ridiculizado tantas veces en los demás: tal, a mi ver, es Claudio. Conocíle (lo recuerdo muy bien) cuando no había para él música más deliciosa que el pífano y el timbal, mientras que ahora prefiere el tamboril y el caramillo; conocíle cuando hubiera andado con gusto diez millas a trueque de poder contemplar una buena armadura, mientras que ahora pasará diez noches de claro en claro estudiando combinando la manera de cortar un jubón. Su modo de hablar era ordinariamente liso y llano, a guisa de hombre honrado y además militar, mientras que ahora está hecho un pedante; su conversación semeja un fantástico banquete, con tan variadas palabras, como platos. ¿Es posible que viendo yo ahora con serenos ojos este cambio en el espíritu ajeno, sufra yo más adelante semejante metamorfosis? No puedo decirlo; no lo  creo; no juraría empero que el amor no me transforme en ostra, de la noche a la mañana; pero lo que juro es que antes de convertirme en ostra, no me hará caer el amor en tal abismo de locura. ¿Tal mujer es bonita? Bueno. ¿Tal otra es prudente? Mejor. ¿Tal otra es virtuosa? Mucho mejor. Pero mientras todas estas gracias no se hallen juntas en una mujer, no habrá mujer alguna que me cautive el corazón. Si así fuere, esta mujer habrá de ser rica (por supuesto), prudente y virtuosa, de lo contrario no querré saber de ella: bonita; si no, no la miraré jamás a la cara: amable, pues de no ser así, no me acercaré a ella: noble; si no, no la tomo, así sea un ángel; ha de ser graciosa en el hablar y excelente música: en cuanto a sus cabellos, serán del color que Dios disponga. ¡Ah! he aquí al príncipe nuestro señor. Voy a esconderme detrás de esta glorieta.

Y escondióse prontamente Benedicto, al ver que asomaban D. Pedro, Claudio y Leonato, acompañados de algunos músicos.

-¡Ola!, vamos a ver si nos recreáis con alguna buena música- exclama D. Pedro sentándose en un banco que cerca de la glorieta había.- Mirad a dónde ha ido a esconderse Benedicto- añade en voz baja, dirigiéndose a Claudio.

-Bien, bien, señor mío- responde Claudio:- cuando la música haya terminado, le daremos en qué entender.

-Ven, Baltasar- dícele D. Pedro;- repite esta canción.

Por lo cual empezaron a rasguear las cueras de sus instrumentos, y Baltasar cantó:

Basta de suspiros, señores, basta;
Siempre el engaño distinguió a los hombres;
Un pie puesto en el mar y otro en la arena,
Es la inconstancia su inherente dote.      
Basta de suspirar; dejadlos quietos,
Va la alegría a vuestras almas torne
Y a vuestros ayes de dolor sucedan.

Regocijadas voces:
Tra – ra – lá, tra – ra – lá.

No cantéis ya más lúgubres cantos
De pesadas y estúpidas penas:
Siempre fueron falaces los hombres,
Siempre verde será primavera.
Basta de suspirar; dejadlos quietos,
Va la alegría a vuestras alma torne,
Y a vuestros ayes de dolor sucedan.
Regocijadas voces
Tra – ra – lá, tra – ra – lá.


-¡Bravo!- exclama el príncipe;- por mi vida, que es ésta una bonita canción. Baltasar, ya puedes ingeniarte para procurarnos una buena orquesta para mañana por la noche, pues queremos que toque debajo de la ventana de Hero.

-Haré cuanto pueda por conseguirlo, señor- responde Baltasar.

-Muy bien, adiós… Eh, Leonato; ¿no me dijiste el otro día que Beatriz estaba enamorada del señor Benedicto?- continuó D. Pedro, al retirarse la banda de músicos.

-Ea, adelantémonos un paso- dice Claudio al oído a don Pedro; pronto cazaremos al pájaro.- Y levantando la voz para que Benedicto lo oyera añadió: -Jamás hubiera yo creído que esta mujer pudiese prendarse de un hombre…

-Ni yo tampoco- dice Leonato; pero lo más gracioso del caso es que se ha enamorado del señor Benedicto, hombre a quien antes detestaba, si hay que creer a las visibles manifestaciones que hizo siempre de desvío.

-¿Es posible? ¿Soplará el viento de este lado?- murmura atónito Benedicto desde su escondrijo.
-Confiésoos, señor- prosiguió Leonato,- que no sé qué pensar de ello; pero no podéis imaginaros a qué extremos la lleva la pasión por este hombre.

-Pero ¿es que ha declarado ya su pasión a Benedicto?- pregunta D. Pedro.

-No, y jura que jamás se la declarará, y que ésta es precisamente la causa de su suplicio- responde Leonato.

-Así es- replica Claudio:- y Beatriz da la razón: “¿Cómo puedo (dice) escribirle que le amo, después de tantas pruebas de desdén como le he dado?”- “Yo calculo lo que haría él por lo que haría yo si él me escribiese (añade), que me mofaría de él; y eso, que le amo de veras”- dice Leonato.

-Y ¡la pobrecita, en esta lucha de ansias y vacilaciones llora y solloza, goléase el pecho y arráncase los cabellos!...- dice Claudio.

-La exaltación de mi sobrina es tan grande que a veces me hace temer que atente contra su vida;- dice Leonato.

-Si se obstina, pues, en no declararse- replica D. Pedro,- bueno sería que hubiese, quien se encargase de ello.

-¿Para qué?- pregunta Claudio.- Tomaríalo Benedicto a broma y habría de ello un nuevo motivo de tormento para la pobre muchacha.

-¡Obra meritoria haría, pardiez, quien colgase de un palo a este criminal!- exclamaba D. Pedro indignado.- ¡Una joven tan amable y cumplida!..

-¡Y de un talento superior para todo!...- añade Claudio.

-Para todo, menos para amar a Benedicto, replica D. Pedro.

-¡Ah, señor, lo lamento justísimamente, no sólo como tío sino también como tutor que soy de la pobre muchacha!- dice Leonato.

-¡Ojalá me hubiese tomado a mí como objeto de su afección!- dice D. Pedro;- pues con gusto me hubiera casado con ella. Ahora bien, Leonardo, daos prisa a hablar del asunto a Benedicto, pues estoy impaciente por Beatriz, y hay que saber qué es lo que responde Benedicto, para ir de acuerdo.

-No le digáis nada, señor- dice Claudio- Beatriz seguirá más bien los dictados de la razón, ahogará su amor.

-Imposible- exclama Leonato- primero morirá en la refriega Beatriz; su corazón no lo resistirá.

-Bueno- dice D. P edro- hablaremos de ello a vuestra hija. Yo quiero mucho a Benedicto, y me atrevo a esperar que examinándose fríamente a sí mismo, confesará con toda humildad que no es digno de tan cumplida mujer.

-¿Os venís con nosotros señor? La comida está a punto- dice Leonato.

-Si después de todo esto, no enloquece por ella, ya no confío en nada-dice Claudio, chanceándose, al retirarse los conspiradores.

-Ahora, vamos a armar el mismo lazo a Beatriz- dice don Pedro- esto correrá a cargo de vuestra hija y de su doncella. Lo chusco será que cada uno se creerá ser objeto de la pasión del otro, siendo así que no habrá nada de verdadero: será una escena muy graciosa… Hagamos que Beatriz le invite a comer.

Así que hubieron desaparecido de allí, salió Benedicto de su escondrijo, profundamente impresionado por cuanto les oyera decir.

-¡Pobre muchacha!- decía para sí- Ella verdaderamente me ama, y yo he de corresponder a este amor ¡Y qué censuras se me han dirigido! ¡Parece mentira! ¿Decir que yo he de corresponder a su amor con desdenes y que ella querrá más morir que darme una prueba de afecto?.. No, yo no había pensado casarme… Yo no puedo tampoco parecer orgulloso, antes bien he de poner término a mis altivos desdenes. ¡Dichoso aquel que oye censurar sus defectos y tiene ocasión de enmendarse de ellos! Dicen que Beatriz es bella; es una verdad de la que yo soy testigo. Que es virtuosa; es verdad y no pienso lo contrario. Que tiene talento y que da de ello pruebas, si no es al amarme a mí: efectivamente no es ésta una gran prueba de talento, pero tampoco lo es de locura, ya que yo voy a enamorarme perdidamente de ella. Ya puedo prepárame a oír sarcasmos y burlas por lo mucho que he hablado contra el amor y el matrimonio; pero ¿acaso no puede cambiar de opinión el hombre?.. Cuando yo decía que moriría soltero, no pensé jamás que viviría hasta la fecha de mi casamiento. Pero… ¡cuidado!... que viene Beatriz… ¡Vive Dios que es una guapa mujer! Y me parece que observó en ella señales de amor…
Ignorando lo que ocurriera poco antes, adelántase Beatriz, y con su habitual manera burlona de hablar, dice a Benedicto:

-Muy a pesar mío, se me ha diputado para invitaros a tomar asiento en nuestra mesa.

-Hermosa Beatriz- contesta Benedicto- gracias por la molestia que os habéis tomado.

-No, al contrario; pues no me he tomado yo mayor molestia para merecer estas gracias que me dais, que la que os habéis tomado vos para dármelas- responde fríamente Beatriz- estad seguro que, de haberme causado tal encargo la menor pena, lo hubiera rehusado.

-Así, pues, ¿para vos ha sido un placer el cumplirlo?- objeta Benedicto.

-Sí, el mismo que se experimenta al tomar un cuchillo para matar una corneja- dice riendo Beatriz- ¿Acaso no tenéis apetito? Ea, pues, adiós.

Y le volvió muy tranquilamente la espalda.

-¡Ah!... “Muy a pesar mío se me ha diputado para invitaros a tomar asiento en nuestra mesa…” Aquí hay doble sentido- dijo para sí Benedicto- “No me he tomado yo menor molestia para merecer estas gracias que me dais, que la que os habéis tomado vos para dármelas…” Es como si dijera: “La molestia que me tomo por vos es tan dulce como el agradecimiento que mostráis”. Si no tengo, pues, compasión de ella, soy un villano; si no la amo, soy un judío. Voy a procurarme su retrato.

El mismo lazo que pusieran D. Pedro, Claudio y Leonato para coger a Benedicto, prepararon para Beatriz, su prima Hero y sus doncellas Margarita y Úrsula. Procuraron que Beatriz fuese al jardín, y una vez allí, creyéndose que nadie la veía, oyó cómo discurrían ellas sobre el amor de Benedicto. Las tres mujeres hablaron en el mismo sentido que lo habían hecho ellos, tratando de la confiada afección de Benedicto, de sus muchas y buenas cualidades y del temor que tenia de disgustar a Beatriz si descubría de algún modo su pasión. Decían que era lástima que la señora Beatriz fuese tan altiva y recalcitrante, y que no se atreverían jamás a abogar por Benedicto, por temor a que ella tomase a risa sus palabras y le sirviesen de materia para nuevas chanzas y burlas.
-A pesar de todo, yo, en vuestro lugar, le hablaría, y quisiera saber su parecer- dijo Úrsula a Hero.

-No- replicó Hero;- mucho mejor me parece ver a Benedicto y aconsejarle que combata su pasión.

Cumplido esmeradamente su cometido, retiráronse las señoras, dejando a Beatriz maravillada de cuanto había oído y trocada completamente su altivez en un peregrino sentimiento de amor.

Difícil cosa era que el cambio de conducta de Benedicto no trascendiese; por lo cual D. Pedro y Claudio se empeñaron en afirmar que estaba enamorado, y empezaron a marearle sin piedad. Benedicto recibía sus bromas con visible disgusto, ni hurtar el cuerpo a las acometidas de que era objeto: ellos, a pesar de todo, seguían echándole en cara su concentración y ensimismamiento y el contiene de seriedad y preocupación que había adoptado.

Pero la jovialidad y el buen humor habían de convertirse pronto para ellos en melancolía.

Tramado cuidadosamente su malicioso plan con la ayuda de su criado Borachio, hízole D. Juan encontradizo con Claudio y el príncipe de Aragón, y hablóles en el sentido que conviniera con Borachio y Conrado, a saber; que Hero era indigna de casarse con Claudio porque estaba enamorada de Borachio, y que si querían persuadirse de la verdad de lo que les decía, fuesen, aquella noche, a la calle a donde daba la ventana de la habitación de Hero, y allí la verían hablar con Borachio.

Al principio mostráronse incrédulos D. Pedro y Claudio, pero D. Juan hablaba con gran aplomo, y concluyó diciendo:

-Si queréis seguirme, veréis lo suficiente para convenceros, y cuando hayáis visto y oído algo más, obrad como convenga y el caso merezca.

-Si viere, esta noche, algo que me impida casarme mañana con ella- dice Claudio- voy a confundirla y avergonzarla de todo el mundo en la misma iglesia, en donde había de tener lugar nuestro enlace.

-Y con el mismo afecto con que os ayudé a obtener su mano, os ayudaré para denostarla- dijo D. Pedro.

Ahora bien, los vigilantes de las calles de Mesina eran un hato de viejos mentecatos que creían cumplir con su deber sólo con darse alguna vuelta por el barrio y apartarse, en lo posible, de cualquiera que les pudiese acarrear alguna molestia. Su jefe era el condestable Dogberry, tan ignorante y estúpido como pagado de sí mismo; sin embargo, en la noche anterior a la boda, esos flamantes guardianes diéronse maña para hacer una detención que había de tener provechosas consecuencias.

Apenas había terminado Dogberry la serie de sus ridículas instrucciones a la cuadrilla de vigilantes y despedídosede de ellos, cuando se vio venir a dos transeúntes en dirección opuesta el uno del otro, y que al topar se pusieron a hablar. Eran Borachio y Conrado, los dos criados del perverso D. Juan.

La calle estaba completamente obscura y al parecer desierta, y como quiera que en aquel mismo instante empezó a lloviznar, los dos transeúntes se acogieron debajo del alero de un tejado. Recelando de que tramaran algún delito, los vigilantes ocultáronse cerca de ellos y así oyeron cómo Borachio declaraba a Conrado todo el proceso de su villanía.

-Sábete, pues, amigo Conrado- dice Borachio- que esta noche he cortejado a Margarita, la doncella de la señora Hero, llamándola con el nombre de su señora. Recostada en la ventana de la habitación de aquella, me dio mil cariñosos adioses. Olvidaba decirte que el príncipe, Claudio y mi amo, avisados por mi señor D. Juan, presenciaron, escondidos en el jardín, esta afectuosa entrevista.

-¿Y han creído que hablabas con Hero?- dice Conrado.

-Los dos (el príncipe y Claudio) sí; pero al demonio de mi amo, no se le ocultó que era la mismísima Margarita. Engañados por la obscuridad de la noche y, principalmente, por mi villanía que confirmaba todas las calumnias inventadas por don Juan, retiróse de allí furioso Claudio, jurando que saldría al encuentro de Hero en la iglesia, la mañana siguiente, según habían convenido y que allí, delante de todo el cortejo, le echaría en cara cuanto había visto y le haría volver a su casa sin marido.

Apenas había terminado Borachio su razonamiento cuando los vigilantes detuvieron a ambos: ellos, al sentir la repentina agresión, reconocieron que no podían resistirse y que no les quedaba otro recurso que someterse y dejarse llevar presos.

A la mañana siguiente reunióse una brillante comitiva en la catedral de Mesina para asistir a la boda del conde Claudio con la joven Hero: acompañaban a ésta su prima Beatriz y Leonato, quien había de llevarla al altar. Vestida de blanco y con su velo nupcial estaba la joven de pie, y delante de ella el apuesto conde Claudio, resplandeciendo los hilos de oro de que estaba recamado su traje se novio.

-Habéis venido aquí para uniros a esta mujer, ¿no es verdad?- preguntó el fraile.

-No- dijo Claudio.

Grande extrañeza causó en los presentes aquella breve respuesta, pero Leonato corrigióla diciendo:

-No, sino para ser unido con ella; y vos, padre, para unirlos vinisteis.

-Señora- preguntóle el fraile- ¿venís para enlazar con este conde?
-Para esto- respondió Hero en voz baja, pero firme.

-Si alguno de los dos supiese del otro algún secreto impedimento para el enlace, por Dios y por su alma le conjuro a que lo manifieste- dijo el fraile.

-¿Sabéis alguno, Hero?- preguntóle severamente Claudio.

-Ninguno, señor mío,- respondió Hero cándidamente y en tono de admiración.

-Y vos, conde ¿sabéis alguno?

-Me atrevo a responder en su nombre: ninguno- dijo Leonato.

-¡Oh, y lo que se atreven a hacer los hombres! ¡Y lo que llega a hacer! ¡Lo que hacen todos los días sin saber lo que se hacen! Exclamó Caludio en un arrebato de indignación. Y volviéndose a Leonardo, le dijo: -Permitidme, señor: al darme vuestra hija por esposa ¿obráis libre y espontáneamente?

-Hijo mío, tan libre y espontáneamente, como Dios me la dio - respondió Leonato.

-Y ¿qué puedo daros yo en retorno de un tan rico y preciso don?-preguntó el conde.

-Nada, sino que se la devolváis- responde D. Pedro.

-Amable príncipe- dijo Claudio- me habéis dado una lección de noble agradecimiento: aquí la tenéis, Leonato; tomadla de nuevo, que vuestra es.

Hecho esto, dirigió Claudio, según había prometido, ante toda la concurrencia su terrible acusación contra Hero, afirmando que no la quería por mujer. Estimulado por su furor contra lo que él calificaba de perversidad y engaño (pues el rubor y modestia de la joven no era a su juicio más que fingimiento e hipocresía), refirió cómo él y el príncipe la habían visto, la noche antes, hablando desde la ventana con un rufián. En vano fue que Hero protestase de su inocencia, pues nada podía destruir la evidencia de lo que ellos habían visto con sus propios ojos.

Falta de fuerzas para soportar tan cruel y asombrosa calumnia, cayó Hero desmayada al suelo. D. Pedro, Claudio y don Juan salieron de la iglesia; dispersáronse los convidados, atónitos por lo que acababan de presenciar, y quedaron con la desdichada Hero, Leonato, Beatriz, Benedicto y el fraile.

-¿Cómo está?- preguntó Benedicto, acercándose hacia donde estaba Beatriz ocupada en retornar a su prima.

-¡Muerta, creo!... –exclamó Beatriz desesperada- ¡Auxilio, tío!... Hero ¿qué tienes? ¡pobre Hero!... ¡Tío! ¡Señor Benedicto! ¡Padre!

-¡Oh muerte! Tú eres el mejor velo que desearse podía, para cubrir su vergüenza- dice el padre- con el corazón lacerado.

-¡Ea, querida Hero, amada prima!- exclama Beatriz, al ver que la joven empieza a abrir los aturdidos ojos.

-¡Animo, señora!- dice afectuosamente el fraile.

-¿Con que, al fin abres los ojos?- dice Leonato.

-Sí, y ¿por qué no los había de abrir?- replica el fraile.

En medio de tan terrible accidente y sin investigar la verdad o falsedad del hecho, declaró Leonato que nada mejor que la muerte podía haber reparado el deshonor de Hero, y que por lo mismo nada para ella tan deseable; y que si el espíritu de la joven había de tener resistencia para sobrevivir a tamaño oprobio, él mismo la ayudaría a morir, con sus propias manos.

-¡Calma, señor, calma!- repuso Benedicto- Por mi parte estoy tan pasmado, que no sé qué decir sobre esto.

-¡Por Dios y por mi alma, que mi prima ha sido víctima de la calumnia!-exclama Beatriz.

Toma entonces la palabra el fraile y sale en defensa de la inocencia de Hero: sus palabras son tan claras y convincentes, que el mismo Leonato empieza a pensar que se ha calumniado torpemente a su hija. El misterio pues, que daba descubierto (como decía Benedicto); el príncipe y Claudio eran hombres honrados, incapaces de urdir tan infamante calumnia, y si se habían dejado sorprender en su buena fe, no podía ser sino obra de D. Juan, que se deleitaba en tramar planes tan inicuos.

Siguiendo pues el parecer del bueno del fraile, convinose en que, por de pronto, Hero permanecería en el retiro, de manera que todo el mundo creyese que había muerto. Así la calumnia se pondría de manifiesto en virtud del remordimiento que se esperaba tendrían los autores, y la victima seria desagraviada y compadecida de todos; pues es cosa por demás sabida que el mundo no aprecia en su justo mérito lo que valen las personas o las cosas, hasta que no las pierde o se ve desposeído de ellas. Lo mismo había de sucederle a Claudio, cuando supiese que Hero había muerto por lo que de ella había dicho: el dulce recuerdo de sus amores renacería en su alma y se arrepentiría de haberla acusado sin conocimiento de causa.

-Señor Leonato- dijo Benedicto- dejaos convencer por el fraile- Y aunque sabéis cuan íntima es la amistad que me une al príncipe y a Claudio, os juro por mi honor proceder en este asunto tan discretamente y con tanta justicia como trata vuestra alma con vuestro cuerpo.

Así se convino, y el buen fraile y Leonato tomaron a Hero por su cuenta, para poner en ejecución el plan que concibieran.
Ya solos Benedicto y Beatriz, manifestóle ésta su justa indignación por la calumnia de que se había hecho victima a su prima, y aunque de momento creyó Bnedicto se aquella la ocasión más propicia para declararle su amor e hizo cuanto pudo para no desperdiciarla, todo fue en vano, pues Beatriz no tenía otra idea que la de vengar a su inocente prima: esto era lo que le torturaba el alma.

-¡Ah, si yo fuese hombre!...- exclamaba, animada de un vehemente deseo de castigar a aquellos cobardes que se convinieran para vilipendiar a Hero. Y concluyó diciendo a Benedicto que si realmente la amaba, tomase sobre sí la venganza de Hero, matando a Claudio.

-¡Matar a Claudio!...

Perplejo estuvo Benedicto… No, no podía ser; Claudio era amigo suyo…; pero amaba a Beatriz, y la generosa y profunda simpatía de ésta hacia su desdichada prima, no podía dejar de prevalecer sobre el caballeroso proceder de Benedicto.

-¿Creéis sinceramente que el conde Claudio calumnió a Hero?- pregunta formalmente Benedicto.

-No me cabe la menor duda; tan segura estoy de ello como de que lo pienso y de que mi alma alienta dentro de mí.

-Basta pues- exclama Benedicto- Os doy palabra: le desafiaré. Dadme a besar vuestra mano, y voy allá. Por esta mano juro, que Claudio me dará cuenta de sus actos. Id vos a consolar a vuestra prima. A mí me toca decir que está muerta; quedad con Dios.

Benedicto, el burlón, el chocarrero Benedicto, el alegre decidor de la corte del príncipe, dio prueba en aquella ocasión de ser un cumplido caballero, digno aspirante a la mano de la bizarra Beatriz.

En cumplimiento de su promesa fue a buscar a Claudio, a quien halló en compañía de D. Pedro. Hacía muy poco que los dos hidalgos habían tenido una violenta entrevista con Leonardo, en la que éste les había reprochado agriamente su conducta. No estaban muy tranquilos de su hecho, pero persistían afirmando que habían obrado con rectitud. Al aparecer Benedicto, reanimáronse esperando poder pasar un rato de buen humor a costa de él, pero Benedicto no estaba para chanzas, y con gran tranquilidad de espíritu entregó el billete de desafío a Claudio y despidiéndose cortésmente del príncipe de Aragón.

-Señor mío, gracias por vuestras finezas- dijóle Benedicto- pero he de renunciar a vuestra compañía. Vuestro hermano D. Juan ha huído de Mesina; entre todos habéis dado muerte a una inocente y encantadora mujer. En cuanto a ese imberbe hidalgo, volveremos a vernos, entretanto y hasta entonces, la paz sea con él.

-Parece que habla en serio- responde Claudio- y esto, no lo dudo, por amor a Beatriz.

-¿Os ha provocado?- pregunta D. Pedro.

-Ciertamente y en debida forma- responde Claudio.

-¡Qué cosa tan chocante es ver a un hombre andar por el mundo vestido como los demás, pero falto de entendimiento!- dice desdeñosamente D. P edro.

Pero la tranquilidad del príncipe y de Claudio iba a sufrir un serio quebranto. Acercáronse los vigilantes trayendo consigo a Borachio y Conrado, a quienes capturaran la noche anterior, y la infame calumnia púsose de manifiesto. Llamóse a Leonato a toda prisa.

-¿Sois vos el malvado cuyo emponzoñado aliento mató a mi inocente hija?- preguntó a Borachio.

-Sí, yo, y nadie más que yo.

-No, villano, no- replica Leonato- Calúmniaste a ti mismo. He aquí a dos hombres de posición (el tercero, su cómplice, se ha fugado) que han puesto mano en todo esto. Gracias, príncipe, por haber dado muerte a mi hija; podéis hacer constar este acto en la lista de vuestras proezas; pensadlo bien.

Claudio gemía bajo el peso del remordimiento más atroz; no se atrevía a pedir perdón al afligido Leonato, y así le suplicó que escogiese la venganza que mejor le pareciese y que le impusiese la pena que quisiese. Asociósele también D. Pedro en la confesión de su falta y en la expresión de arrepentimiento.

-No os puedo mandar que volváis de nuevo a mi hija a la vida- díceles Leonato- pero lo que sí os ruego es que proclaméis a la faz de todo el pueblo de Mesina la inocencia de la víctima: cubrid su tumba con un epitafio y cantadlo esta misma noche. Mañana por la mañana venida a mi casa (dice, dirigiéndose a Claudio) y ya que no habéis podido ser mi yerno, por lo menos seréis mi sobrino, pues mi hermano tiene una hija que es casi la estampa de mi hija muerta. Tomadla por mujer como hubierais tomado a su prima, y quedaré vengado.

Parecióle bien a Claudio esta transacción y pensó llevar adelante tal designio. Aquella misma noche fue a la iglesia con gran acompañamiento y leyó en voz alta el siguiente verso:

Entregada a la muerte por las lenguas
calumniadoras, Hero aquí reposa:
la muerte resarcióla de estas menguas
dándole fama perennal, gloriosa.
Así la vida que una lengua infama
vive en la muerte con ilustre fama.


-¡Oh epitafio! en esta tumba quedarás colgado para alabar a Hero cuando mi lengua enmudezca;- añadió poniendo el rollo en el sepulcro de la familia de Leonato.
Al día siguiente acudía a casa de Leonato otro grupo de convidados para asistir a otra boda. Las mujeres llevaban, todas, la cara tapada, y la novia aguardó a que se pronunciasen las palabras por las que Caludio tomaba por esposa a una desconocida: quitóse entonces el velo y apareció cual era, o sea la propia Hero con su encantador semblante.

Benedicto había también anunciado al fraile que deseaba contraer matrimonio con Beatriz y que Leoato le había dado su consentimiento. Así, pues, acercóse Benedicto al grupo de mujeres que tenían aún la cara tapada, para hallar a su novia, y llamó a Beatriz por su propio nombre.

-Yo soy Beatriz- dijo- ¿qué me queréis?

-¿Acaso no me amáis?- pregunta Benedicto.

-¡Ah, no! No más de lo que dicta la razón- respondió Beatriz en tono provocativo.

-Entonces- repuso Benedicto- vuestro tío el príncipe y Claudio han sido miserablemente engañados, pues han jurado que me amabais.
Beatriz se echó a reír, y preguntó a su vez.

-Pero ¿me amáis o no me amáis, Benedicto?

-A fe mía no, no más de lo que dicta la razón.
-Entonces- replica Beatriz- mi prima Margarita y Úrsula han sido miserablemente engañadas, pues me han jurado que me amáis.

-Ellos han jurado que casi estabais enferma de tanto amarme- dice Benedicto.

-Ellas han jurado que estabais casi muerto de amor por mí- replica Beatriz.

-Nada de esto… Así, pues, ¿no me amáis?

-No; si no es con un afecto de pura amistad- responde Beatriz con indiferencia.

-Ea, sobrina, venid acá; estoy seguro de que amáis a este hombre- dice Leonato.

-Y en cuanto a él, no dudo en jurar que está enamorado de ella- dice Claudio.

-Venid conmigo- dícele Benedicto- os tomo más que por amor, por compasión.

-No quiero rehusaros- dice Beatriz- pero por esta luz que nos alumbra, cedo a la persuasión y en parte también al deseo de salvaros la vida, porque me han asegurado que de lo contrario, os moriríais de pura consunción de ánimo.
-¡Silencio!- interrumpe Benedicto- voy a cerrar esta boca.- Y contuvo su alegre charla con un beso de amor.

-¡Ha, ha, ha!- decía riéndose D. Pedro, maliciosamente.- ¿Qué me contáis de bueno, Benedicto hombre casado?


Pero la felicidad del amante triunfó de todas las burlas que se pudiesen hacer de él y no hubo corazón jovial que recordare con mayor alegría aquel día de bodas, que el de los dos esposos Beatriz y Benedicto.